EL PROYECTO PARA OTORGAR PRISIÓN DOMICILIARIA A LOS MAYORES DE 65 AÑOS



EL PROYECTO PARA OTORGAR PRISIÓN DOMICILIARIA A LOS MAYORES DE 65 AÑOS

El beneficio es para los peores






Pablo Chargonia
Brecha 11 11 2021
El partido Cabildo Abierto ha impulsado varias iniciativas que apuntan a beneficiar a los camaradas del senador Guido Manini Ríos. A los que están en prisión y a los que podrían estarlo. Comenzaron con la peregrina pretensión de restablecer la ley de caducidad. Siguieron con la idea de «interpretar» por ley que los delitos de la dictadura son delitos ordinarios prescriptibles. Y finalmente, aunque no en forma excluyente, proponen la prisión domiciliaria para los mayores de 65 años. El anteproyecto es una reacción ante cierto relativo impulso de los procesamientos en los dos últimos años. Manifiesta la intención de beneficiar a torturadores, homicidas y desaparecedores, pretextando la pandemia, por la vía torcida de volver ilusorias las penas y poner en riesgo los procesos penales.
La carta del Foro de Montevideo –cuya vocera más notoria es la escritora Mercedes Vigil– muestra con menos pudor la intención de beneficiar a los torturadores, que, según se lee, no cometieron crímenes aberrantes que ofenden la conciencia de la humanidad, sino meras «faltas».
La carta revela un grado de corrupción moral tal que debería provocar nuestra repulsa espontánea. Nadie que escribiera semejante obscenidad puede pretender ser atendido por un presidente electo democráticamente. Y, sin embargo, este reclamo nauseabundo se escuchó en la Torre Ejecutiva.
¿Los violadores de derechos humanos son titulares de derechos humanos? La pregunta tiene una respuesta categóricamente afirmativa. Tienen derechos y deben ser respetados. Tanto el Código del Proceso Penal de 1980 como el de 2017 prevén la internación en un establecimiento adecuado o en el domicilio del detenido en caso de enfermedad grave incompatible con la permanencia en un establecimiento carcelario.
De los 40 represores que están siendo sometidos a juicio o han sido condenados por crímenes de la dictadura, 26 permanecen en un establecimiento penitenciario (cárceles de Domingo Arena y de Coraceros) y 14 tienen actualmente prisión domiciliaria. A estos últimos, previo informe médico forense, el juez competente les concedió ese beneficio toda vez que evaluó que la permanencia en el establecimiento de detención era incompatible con su estado de salud.
A propósito, vale mencionar el caso de un represor que jamás estuvo en prisión: Ernesto Ramas –condenado por las desapariciones en Automotores Orletti y la de María Claudia García de Gelman– permaneció durante años en el Hospital Militar, hasta que regresó a su casa en Piriápolis. Cuando, el año pasado, el Tribunal Oral en lo Criminal Federal 1 de Buenos Aires denegó la prisión domiciliaria que había sido pedida por el represor uruguayo Manuel Cordero Piacentini, reflexionó así: «[…] En los casos que exista una obligación internacional de perseguir, investigar, sancionar adecuadamente a los responsables y hacer cumplir la pena […] debe tenerse presente que la justicia penal no solo tiene una naturaleza sancionadora, sino que, en el ámbito internacional, fundamentalmente, tiende a prevenir la reiteración de ilícitos a través del juzgamiento ejemplificador de los responsables de delitos como los que aquí nos ocupan, puesto que una característica destacable de esta rama del derecho es esa general función preventiva».
La prisión domiciliaria de mayores de 65 años –que no presenten enfermedades graves incompatibles con la permanencia en un establecimiento penitenciario– distorsiona el valor simbólico preventivo de las escasas condenas que hoy existen, arriesga los procesos en los que se adoptó la prisión preventiva (no podemos ignorar los casos de represores prófugos) y vuelve ilusoria la noción de justicia con relación a procesos penales que ocurrirían en el futuro inmediato.
La sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso «Gelman versus Uruguay», de 2011, ordena específicamente el cumplimiento cabal de la obligación de perseguir penalmente las graves violaciones de los derechos humanos. Este caso está abierto, lo que implica que Uruguay aún no satisface completamente su obligación de juzgar y castigar. En su resolución de supervisión del 19 de noviembre de 2020, la Corte afirmó que «persisten interpretaciones judiciales que podrían representar un obstáculo para la investigación de graves violaciones a derechos humanos cometidas durante la dictadura». Si a esto se le sumara una ley beneficiaria para los represores, el cuestionamiento se acentuaría.
Por otro lado, excluir del beneficio a los criminales de lesa humanidad posteriores a 2006, tal como reza el anteproyecto, implica jugar aviesamente una carta en el actual debate de los tribunales uruguayos con relación a la vigencia de esa categoría de crímenes durante el período de facto. Pero se pasa por alto lo que la Corte Interamericana de Derechos Humanos dice en numerosas sentencias, incluida la de la condena a Uruguay: no importa si los tribunales penales nacionales califican estos crímenes estatales masivos como crímenes del
derecho internacional. En todo caso, se trata de «graves violaciones a los derechos humanos». Por lo tanto, el deber del Estado democrático es ineludible: investigar, juzgar a sus responsables y castigar. No se admite, en tales casos, ni amnistía, ni indulto, ni cosa juzgada, ni prescripción. La impunidad de esos crímenes, cualquier forma de impunidad, supone el incumplimiento del deber de proteger y promover los derechos fundamentales.
Ahora estamos en un juzgado penal en Montevideo. Vean a ese hombre que fue torturado en el batallón Florida en 1972. Se levanta las mangas de la camisa y le muestra sus cicatrices al juez Nelson dos Santos: «Quise escapar de la tortura», dice. Escuchémoslo hablar de uno de los militares que hoy están en Domingo Arena: «Supe que ideó un sistema para aplicar el submarino, que consistía en acostar al detenido sobre una tabla basculante, de modo que el torturado no se lastimara con el borde del tacho». No está recordando, está reviviendo. El tormento, la sombra de aquel militar hoy preso, la idea suicida… todo está presente tantos años después.
Los cuerpos desnudos oscilan bajo el techo del cuartel. Cuelgan de las muñecas atadas a la espalda. Hombres y mujeres deliran, gritan, lloran. Fueron miles y miles. Sintetizar el horror parece imposible. Los testimonios que he escuchado tantas veces en un juzgado constituyen la prueba principal para procesar y condenar con todas las garantías procesales que los imputados nunca les ofrecieron a sus víctimas. Esos testimonios son la base para imputar abuso de autoridad contra los detenidos, privación de libertad, amenazas y lesiones, entre otros delitos que traducen la tortura en los términos de la tipificación de la ley penal vigente en los años setenta. Me refiero a estos crímenes en particular porque son los que en el discurso del Foro de Montevideo y de los dirigentes de Cabildo Abierto se pretenden banalizar.
La aprobación del proyecto de ley de Cabildo Abierto, además del deterioro ético que su sola presentación implica, expondría al país a ser cuestionado por el incumplimiento de su deber internacional para con la humanidad, de prevenir la repetición de aquellos horrores padecidos. De todos modos, si este proyecto no prosperara, lo que puede preverse desde ya son nuevos intentos reaccionarios a favor de la impunidad.

fuente: https://brecha.com.uy/el-beneficio-es-para-los-peores/



màs sobre tema contraimpunidad: dossier Genocidas en Italia
https://donde-estan.com/2021/07/09/confirmada-la-sentencia-a-genocidas-uruguayos-en-tribunal-de-roma/5/




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Por la vuelta - Jorge Zabalza

 Por la vuelta



Por aquellos tiempos en que tejíamos amores en los campamentos “peludos”, nos cayeron encima unas medidas prontas de seguridad. El 7 de octubre de 1965 las decretó el colegiado con mayoría del Partido Nacional, su ala “liberal conservadora” integrada por los mismos apellidos que hoy nos gobiernan. Su liberalismo nos les impidió apoyarse en la ley para instaurar un régimen de excepcionalidad dirigido a controlar las movilizaciones obreras.


Símbolo de su violencia institucional, fue la foto de Juan Carlos “Pocho” Hornos, militante del vidrio, a quien la policía colgó del arco de la cancha de “El Puente”, a orillas del Pantanoso, el emblemático “paralelo 38”. La democracia formal, burguesa y liberal, tenía peores antecedentes: en 1961 un policía enfurecido había asesinado a Walter Motta, militante sindical de la industria de la carne. Bastaba un poco de barullo obrero para que los liberales se quitaran la careta y sacaran a relucir los colmillos del poder. En esos días, el 22 de octubre, en el semanario “Marcha”, Carlos María Gutiérrez, el Negro, publicó una columna titulada “Arizaga no existe”.

Relataba en ella la detención de Julio Arizaga en jefatura de policía. El directorio de OSE había proporcionado a la policía una lista de “sospechosos” que incluía a Arizaga, por su militancia sindical, pero, también y principalmente, por ser fundador del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR). Gutiérrez denunciaba que Julio había sido sometido a torturas.

La información de la policía, “veraz y transparente”, contaba que el Canario se había auto flagelado y que, posteriormente, estando internado en el Hospital Militar, atacó al custodio, le sobrevino un shock nervioso y se golpeó la cabeza contra las paredes y la tarima. En el juzgado pudieron constatar que su cuerpo y la cara estaban tapizadas con hematomas, quemaduras de cigarrillos, cortes y arañazos. El juez decretó la libertad de Arizaga, pero, apenas traspuesta la puerta del juzgado, fue nuevamente detenido y nuevamente torturado.

A Julio Arizaga no lo amparaba ninguna constitución de la república, no había ley ni habeas corpus que lo protegiera… no tenía derechos ni libertades… “no existía” para la república democrática. En “Marcha”, noviembre de 1965, el maestro Julio Castro caracterizó esas circunstancias: “reinado de los torturadores”.

El terrorismo de Estado no nació de un repollo, lo precedió una escalada de actos preparatorios, el período que los intelectuales liberales y conservadores necesitaron para fundamentar la violencia institucional. Los acicateaba la molesta sensación de que el pueblo uruguayo podía hacer una revolución parecida a la hecha por el cubano. Recién luego llegó la brutalidad descarnada.

A fines de los ’50, principios de los ’60, fueron surgiendo las teorías que postulaban una especie de “contrarrevolución preventiva” para defender la “libertad” y el Estado de Derecho. Académicos, historiadores e intelectuales liberales, orgánicos de los partidos institucionalizados, satanizaron bajo el término “antipatria” a la izquierda no institucionalizada, argumento que justificaba el recurso a la represión violenta.

Aparecieron las organizaciones del activismo reaccionario: MONDEL, ALERTA y el MEDL, todas usaban el término “Libertad” en sus siglas. Fueron el anticipo directo de la Juventud Uruguaya de Pie (JUP), fundada en 1970. Manifestaban que los asistía la razón y la fuerza, pues contaban, en especial, con el respaldo de las fuerzas armadas. Proclamaban no temer el recurso a la violencia, se preparaban para todas las formas de lucha y así irrumpió el Escuadrón Caza Tupamaros. Otra expresión de esas ideas la concretó el general Mario Aguerrondo al organizar la logia de la triste fama.

Ocho años después de la tortura impune a Julio Arizaga, las fuerzas que fue acumulando la reacción más extrema dieron su golpe de Estado. Ya contaban con las ideas y los argumentos, la organización de su militancia, el necesario apoyo electoral y habían colonizado importantes sectores de las fuerzas armadas, aspecto, éste último, en el que contaron con la invalorable colaboración de la Escuela de las Américas.

En 1985 los militares de la dictadura se retiraron de manera ordenada a sus cuarteles. Políticamente desgastados, pero no derrotados; culpables, pero sin remordimientos, intactas sus convicciones y su manera de interpretar la realidad. Conservaron tanta fuerza en lo moral y lo práctico, que los partidos políticos se sintieron obligados a conceder la impunidad. Fue el peaje que pagaron para que los milicos permitieran la restauración institucional. Wilson Ferreira Aldunate no se avino a las exigencias planteadas en el Club Naval, pero, luego, dio sus dos pasos atrás y respaldó la inmoral caducidad.

Las ínfimas mayorías electorales obtenidas en 1985 y 2009, reafirmaron el modo de pensar y de sentir de los impunes. Con la moderación la izquierda cuestionadora del sistema y del capitalismo, se transformó en progresismo, otra versión liberal, que los llevó a ser apoyo de la democracia formal y burguesa, esa que los poetas de las ciencias sociales califican de “altísima calidad”. Hoy en día el Uruguay es un “paraíso de la impunidad y de la paz entre oprimidos y opresores”, una excepción en este continente convulsionado, la rediviva Suiza de América.

De repente, el 2 de febrero del 2010, una joven mujer, jueza de Penal de 7° Turno, condenó a 30 años de prisión al golpista Juan María Bordaberry. En la sentencia, la doctora Mariana Mota demostró que el dictador era culpable de atentado a la constitución por dar el golpe, de nueve delitos de desaparición forzosa y de los homicidios políticos de Ubagésner Cháves Sosa y Fernando Miranda. Lo acusó por no haber hecho nada para impedir la muerte de 29 personas torturadas entre mayo de 1972 y mayo de 1976.

Tampoco esa sentencia histórica nació de un repollo, fue abonada con el duro batallar contra los diferentes pactos de impunidad que nos atraviesan. El dictamen hizo saltar los acuerdos explícitos e implícitos que sostenían la “muralla” de protección a los criminales. Fue un elefante que rompió la corrección política que reinaba en el bazar de impunidades. Condenar a Bordaberry por dictador significó colocar un punto final a las justificaciones para no hacer nada. Punto final a las aspiraciones “dar vuelta la página” que se esconden en los recovecos de los partidos institucionalizados. Mariana pateó el nido de la partidocracia interesada en mantener el statu quo acordado en el Club Naval. Quedó en la mira de todos, del liberalismo conservador y del liberalismo progresista. La persiguieron por igual Jorge Batlle, Gonzalo Aguirre y Fernández Huidobro (que la acusaba de haber procesado sin pruebas a su amigo, el general Calcagno). La persecución culminó con su traslado del ámbito penal al de los juzgados civiles, un acto político de reafirmación de la impunidad de los crímenes de lesa humanidad.

Nueve años después llegó el disparate judicial que condena por “atentado” una protesta pacífica, la criminaliza. Deja la sensación de que, en verdad, este período de institucionalidad republicana es, más bien, un lento transitar entre dos dictaduras, la que se retiró en 1985 y la que acecha desde los cuarteles, la que vendrá, apenas sientan que acumularon las fuerzas necesarias. Como decía Enrique Cadícamo en su tango “Por la vuelta”: “la historia vuelve a repetirse”.

Jorge Zabalza