EL RETORNO DE LOS BRUJOS - Jorge Zabalza

 A Juan Carlos “Pocho” Hornos.

EL RETORNO DE LOS BRUJOS



El rumor venía de la Avenida Paulista, fue trepando paredes arriba el Instituto del

Cáncer del Estado de San Pablo (ICESP) y, finalmente, sacudió la salita de cuidados

intermedios. Al entreabrir Veronika el ventanal, los pasos y las voces se hicieron

tromba ensordecedora, amenazaban voltear árboles, destruir edificios e inundar las

calles. Un huracán social y político.

Frente a la camilla, el televisor pasaba revista a las pancartas, unas exigían el

impeachment de Dilma, otras acusaban de corrupción a Lula y su Partido dos

Trabalhadores, pero la cámara se detenía, con deleite, en aquellos caminantes que

pedían un golpe militar. El fenómeno se reprodujo en 150 ciudades del Brasil. Era el

“retorno de los brujos”, ensayo de Jacques Bergier, uno de mis favoritos en la cárcel de

Punta Carretas.

En su mayoría lucían piel y rasgos blancos, pero, como decía Pedro Archanjo, eso no

quiere decir nada en Brasil, donde la “pureza de sangre” es un absurdo genético. Es

cierto que los invasores europeos deseaban preservar la palidez de sus pieles y

levantaron barreras para aislarse de las oscuras. Sin embargo, la supremacía blanca

que bajó de los barcos, murió en las noches de cama tropical y terminó en infecundo

onanismo ideológico. Los colores oscuros son los dominantes en la actual lndoamérica,

Mestiza y Colonizada.

En función del lente que medía, el conteo de los manifestantes variaba de uno a más

de dos millones de personas. Marchaban por la Paulista ciudadanos de clase media

para arriba: las tres cuartas partes con estudios universitarios y más del 80% habían

votado a Aecio Neves en el 2014. Estaba presente todo el espectro que va del centro a

la extrema derecha, el que sostiene los negocios de los dueños de Brasil, o sea, en

lenguaje más prosaico, los mayordomos y el personal de servicio que, en territorio

brasilero, vigilan la reproducción del capital mundializado. Era un uppercut de derecha,

directo al mentón.

Dilma

A Dilma Rouseff la sometieron al “pau de arará” y otras ingeniosas formas de torturar

que usaron los militares brasileros, ingeniosos innovadores en la materia. Una vez

salida de la cárcel se licenció en economía, enterró sus rencores y se fue

desprendiendo de su pasado guerrillero. Amnistiada por la dictadura, apretó el botón de

reinicio y se incorporó al laborismo de Brizzola, otra víctima del militarismo. En los ’90

integró su gabinete en Río Grande do Sul. Primeros pasitos por los senderos

institucionales, aquellos que había desechado en los sesenta.

Una década más tarde, Dilma se sumó al Partido dos Trabalhadores, que había

irrumpido con fuerza en el escenario político de Brasil. Integró el primer gobierno de

Lula Da Silva (2003) en la gestión de Petrobras y Electrobras. Pudo sortear indemne el

“mensalao”, o sea, las denuncias sobre las “mensualidades” que recibían los

parlamentarios opositores para levantar la mano a favor del gobierno. El escándalo

había involucrado los cuadros del Partido de los Trabajadores (PT), especialmente a


José Dirceu y Antonio Palocci, dos posibles herederos de la corona encarcelados por

corrupción. No corromperse fue la proeza que fortaleció la imagen pública de Roussef y

la impulsó electoralmente.

Lula

Lula había sido derrotado por Collor de Melo en 1989 y, en las dos elecciones

siguientes, le ganó Fernando Henrique Cardozo. Para salir de perdedor creyó

necesario buscar aliados en la derecha para cambiar la correlación entre los partidos.

En las negociaciones terminó de candidato a la vicepresidencia José Alencar, ligado a

las organizaciones empresariales y muy liberal. Al mismo tiempo, Lula designó ministro

de economía a Henrique Meirelles, otro liberal, que estaba ejerciendo la presidencia del

Banco de Boston de los EE. UU. Alencar y Meirelles ofrecían garantías de moderación

en la política económica de un posible gobierno de Lula. Fueron designaciones

definitorias, marcaron el comienzo del cambio ideológico del Partido de los

Trabalhadores, el abandono de la marcha hacia la tierra prometida por la izquierda:

superar y transformar el capitalismo.

La fortaleza del Partido dos Trabalhadores radicaba en sus bases populares, en los

millones de víctimas del Brasil colonizado, cuya necesidad de justicia social era mucho

más que un vano discurso electoral: la necesidad de transformar la sociedad surgía de

su forma de existir. Lula cambió la perspectiva transformadora y se aboco a solucionar

el estado de emergencia que vivía el pueblo brasilero. Por consiguiente, desde que

llegó al gobierno implementó políticas dirigidas al crecimiento del poder adquisitivo del

salario y a empujar los sectores marginados y excluidos por encima de la línea de

pobreza.

Lula designó a Dilma como jefa de gabinete en lugar del defenestrado Dirceu. Quedó

identificada con el plan “fome zero”. Fue la “madre del PAC”, el Programa de

Aceleración del Crecimiento: los fondos públicos aportarían 250 millones de dólares

para incentivar las inversiones privadas en un plan de obras de infraestructura: rutas,

saneamiento, puertos, vías ferroviarias y un largo etcétera. También gestionó el

programa “Mi Casa, Mi Vida”, que prometió subvencionar la construcción de hasta 3

millones y medio de viviendas para sectores de bajos y muy bajos recursos. Decía

Dilma, “cuando uno construye una casa, un conjunto residencial, se necesita ladrillos,

arena, cemento, aluminio…quien produjo esos materiales contrató a personas, creó

puestos de trabajo, pagó sueldos, se generó ingresos e hizo girar la rueda de la

economía” … la rueda que genera plusvalor para el capital.

Los límites

El Partido dos Trabalhadores sacó de la invisibilidad la pobreza. Se propusieron una

serie de reformas para erradicarla, pero, por supuesto, para evitar fricciones con los

aliados, sin tocar el carácter capitalista de la sociedad. Capitalismo sin pobreza es la

expresión que resume la concepción progresista, pero, al mismo tiempo, es un

contrasentido absoluto: mientras continúe reproduciéndose el capital, se mantiene la

línea de producción de la pobreza, la exclusión y la marginación.


Al proteger la tasa de rentabilidad, pagar puntillosamente la deuda externa y favorecer

las inversiones multinacionales, el progresismo se hunde en la ciénaga del

conservadurismo. Hace soñar con una sociedad justa y libre, todas y todos iguales,

pero no se atreve a impedir que unos pocos devoren al resto de la población. El

discurso liberal encubierto que hace el progresismo se limita, en última instancia,

a indicar a los lobos cómo y dónde comerse mejor las ovejitas. Imposible eliminar la

pobreza y la desigualdad sin transformar el modo de producir. Hete acá el freno al

impulso de los progresistas.

Gracias a la moderación y el pragmatismo que le exigían sus aliados, Lula accedió al

gobierno, pero no pudo escapar del laberinto en que se había metido. Abandonó el

reclamo de expropiar latifundios y transferir al Estado la propiedad de las tierras, para

ocupar una silla en la mesa del agronegocio. De la crítica al pago de los servicios de la

deuda externa, pasó a privilegiar los intereses de los acreedores internacionales por

encima de cualquier consideración social. Colocó un techo político al asistencialismo

social: no podía lesionar los intereses de los inversores extranjeros, ni de los dueños

criollos de las tierras, las industrias y el capital bancario. El gobierno de Lula fue, de

cierta manera y en cierto grado, continuación del modelo desarrollista de Fernando

Henrique Cardoso. Lula terminó siendo un operador del proceso de concentración del

capital a nivel mundial.

Teniendo la posibilidad de intentar la superación del capitalismo, Lula marchó en

dirección opuesta, la de financiar las empresas y los bancos privados desde el Estado,

para poner en marcha los “motores del desarrollo económico”, es decir, la reproducción

ampliada del capital. Por otra parte, sus medidas de asistencialismo social ampliaron,

de hecho, la base del consumo de bienes, otra forma de asegurar la rentabilidad de los

capitales. Las reformas de Lula se inscribían en el marco de la economía política

capitalista, abandonó la perspectiva teórica de la transformación revolucionaria de la

sociedad, su pecado juvenil.

Los burgueses parisinos del siglo XVIII no inventaron la república democrática para

acabar con el capitalismo que, de hecho, todavía no había superado sus estadios más

primitivos. Faltaba mucho genocidio, mucha esclavitud y mucha rapiña para que

capitalismo pasara de la reproducción simple a la reproducción ampliada. En realidad,

la posibilidad de elegir representantes parlamentarios fue un privilegio censitario,

reservado a los burgueses, y no a todos ellos. Un derecho prohibido a los “sin

propiedad”, la forma política de impedir que las masas irredentas pasaran por arriba la

revolución burguesa, como ya habían hecho con el poder feudal.

En definitiva, en la eterna batalla de ideas entre la conservación de sistema y los que

se proponen transformarlo, los progresismos desarrollan una versión encubierta del

pensamiento liberal. Más sensible con las víctimas, es cierto, pero, en definitiva, tan

neoliberal como la de los “chicago boys”. Parecen haber venido al mundo para ayudar

a soportar penurias, una rueda de auxilio de las religiones.

La finalidad “sesentista” de las izquierdas revolucionarias, la lucha por una sociedad sin

clases y sin Estado, la sustituyeron con la fantasía de humanizar las consecuencias

sociales de la opresión y la explotación. Una imitación indoamericana de la

socialdemocracia y el eurocomunismo: trepados a una especie de mirador, critican las

aristas más feas y violentas de la opresión, pero las mantienen vivas. Una especie de

“bonapartismo de izquierda”.


Primera mujer presidenta

Inmersa y condicionada por esa atmósfera de regresión, Dilma, la exguerrillera, arrojó

al basurero los manuales estalinistas que, con menos de 18 años, había memorizado

en “Política Obrera”. No dejó vacío el espacio dedicado a los dogmas, sino que, por el

contrario, los rellenó con preceptos liberales, aprendió a pensar y sentir con las reglas

que le permitieron navegar en la república parlamentaria. La aureola del regreso al redil

favoreció su ascenso a la presidencia de Brasil. Dilma es un ejemplo paradigmático del

transformismo ideológico y político.

Fue en esos años que se descubrieron gigantescas reservas de petróleo en las costas

del puerto de Santos. En consecuencia, Brasil ascendió a los primeros lugares entre las

potencias petroleras, fenómeno que despertó euforia nacionalista. Lula usufructuó el

afortunado descubrimiento que también jugó a favor de su jefa de gabinete. En octubre

del 2010, Rousseff fue la primera mujer electa presidenta de Brasil.

Al poco tiempo convocó una Comisión para la Verdad, hecho que provocó expectativas

en el movimiento de derechos humanos. En diciembre de 2014 se la vio llorar al recibir

el informe sobre los crímenes cometidos por los militares. Nada hizo, sin embargo, para

anular la ley que en 1979 amnistió a los culpables. Arrogándose, de hecho, la

representación de todas las víctimas consolidó la impunidad de los victimarios. El

manto de olvido continuó cubriendo las verdades ocultas. El Partido dos Trabalhadores,

Lula y Dilma atravesaron un puente que les exigieron atravesar.

Rousseff se había comprometido con una seguidilla de espectáculos estelares: la copa

de las confederaciones (2013), el mundial del 2014 y las olimpíadas en 2016. Quería

aprovechar la pasión deportiva, para juntar los votos necesarios para ser reelecta. El

gasto público requerido para reacondicionar estadios y construir la ciudad deportiva

anduvo por los 11.000 millones de dólares. La cifra competía forzosamente con el

gasto social del Estado. Se volvió intolerable. Además, la gente sospechaba, con

fundamento, que altos funcionarios eran cómplices en negociados con los empresarios

que construían la infraestructura.

El 7 de setiembre del 2011, al grito de “paren de robar”, salieron a la calle algunos

miles de “indignados”. Fue el arranque de otro ciclo de intensa movilización popular

contra el gobierno, pero, no necesariamente contra Dilma, embarcada en la llamada

“operación limpieza” de los altos cargos. De todas maneras, no pudo evitar la

indignación genérica, que la acompañó hasta que fue destituida. Su talón de Aquiles

fue el fútbol, rasgo identitario del Brasil.

El 16 de junio del 2013, en el partido inaugural de la copa de las confederaciones, otros

miles manifestaron en las puertas del Maracaná, que había sido remozado al costo de

500 millones de dólares. La policía progresista los disolvió con balas de goma y gases

lacrimógenos. Hubo protestas en todo Brasil. Desencantados, los brasileros gritaban

contra el aumento del transporte público, de las tarifas y del costo de vida en general,

contra la represión progresista.

Para peor, sin nada de inocencia, el juez Moro les tiró encima la Operación Lava Jato.

Quedaron sospechados de corrupción Lula y otras figuras de relieve. Según varias

encuestadoras, luego del operativo, las simpatías hacia Dilma cayeron hasta un mísero

7%. Por izquierda y por derecha, los indignados no cejaron en su movilización en el


2014. Desencanto y protestas, sin embargo, no impidieron que, a finales de año, Dilma

fuera reelecta en el ballotage derrotando, aunque por muy escaso margen, a su rival

Aecio Neves, un liberal puro y duro. El electorado brasilero quedó dividido

prácticamente en dos mitades, a favor y en contra del Partido dos Trabalhadores. Era

el fracaso de la estrategia electoral para los cambios. La desilusión cundió en la

militancia “petista”.

Dos días antes que la derecha tronara en la Paulista, la CUT y otras organizaciones

sociales convocaron una concentración masiva en respaldo de Dilma. La indiferencia

fue el síntoma más grave de las varias enfermedades que aquejaban al progresismo.

Parecía agotado su poder de convocatoria. Las calles quedaron libres para la derecha.

Las alianzas posibilitaron tres victorias electorales, pero a la larga fortalecieron a las

élites en la misma medida que debilitaron el movimiento popular. El fenómeno no fue

tenido en cuenta por los progresistas, que continuaron a paso cansino, camino al

precipicio. La mesa estaba servida y los comensales con mucho apetito.

Desacumulación

Dilma designó ministro de economía a Joaquim Levy, presidente hasta entonces de

BRADESCO, uno de los bancos más poderosos de Brasil. Toda una definición política

e ideológica. A poco comenzado su mandato, con un decreto presidencial, Dilma

recortó el presupuesto en 26.000 millones de dólares. Su mayor preocupación parecían

ser las cifras negativas del déficit fiscal y la opinión de las calificadoras de riesgo. La

macroeconomía, una abstracción, en última instancia, le importaba más que la

microeconomía, muy concreta, la del bolsillo popular.

El recorte fiscal fue un tiro en el pie. Los movimientos sociales dejaron de sentir suyo el

gobierno, que quedó prisionero de la negociación con los delincuentes que eran sus

aliados electorales. Prosternarse no había sido suficiente. No le perdonaban sus

pecados juveniles. La gesta guerrillera se negaba a soltarla, sobrevolaba en cada

actitud, gesto o discurso suyo. Por otra parte, a los poderes les interesaba mantener

vivo su pasado de enemiga de la república. Era el flanco más débil, el que golpearon

sin piedad. La sometieron a insultos y presiones: en su discurso a favor de la

destitución, Jair Bolsonaro se deleitó elogiando los verdugos y felicitó al coronel

Brilhante Ustra, el torturador de Dilma.

Vicepresidente de la república y aliado mayor del Partido dos Trabalhadores, Michel

Temer lo hirió con puñalada trapera. Apenas pasado un año de la marcha por la

Paulista, Temer encabezó la coalición de senadores, un 60% del total, que destituyeron

a Dilma. Se apuró a ocupar el vacío presidencial. Al quitar de en medio los

amortiguadores progresistas, poder y gobierno quedaron en manos de sus únicos

dueños que, al toque, se arrojaron a saco sobre la masa salarial. Fue un golpe de

Estado contra el pueblo trabajador.

Un golpe dado en el parlamento, por acuerdo entre la derecha liberal y los devotos del

terrorismo de estado. Las fuerzas armadas no tuvieron necesidad de intervenir, ni de

disolver las cámaras y florearse sable en mano. Bastó con distorsionar los mecanismos

constitucionales y legales de la república democrática, esos que enmascaran la

violencia cotidiana de la opresión. Aplicaron técnicas siglo XXI para el golpe de Estado,

las que sustituyeron las de Curzio Malaparte y la Escuela de las Américas.


Para difundir viejas triquiñuelas semánticas contaron con el auxilio del juez Moro y de

“O Globo”, que hicieron ver un acto de justicia en el golpe. Otra era la realidad: no

necesitaban más la amortiguación de Lula y Dilma y los despidieron sin indemnización.

La opinión pública se corrió a la derecha, acompañando los medios de comunicación y

a los parlamentarios y, finalmente, una clara mayoría electoral eligió presidente a Jair

Bolsonaro el 28 de octubre del 2018. Durante sus siete periodos como diputado, había

exhibido públicamente sus ideas. Nadie podía ignorar que reivindicaba la dictadura

militar, que insistía en considerar instrumentos legítimos la tortura y las desapariciones

forzosas. Los casi 58 millones que lo votaron conocían su perfil.

Fueron 15 años de gobierno del Partido de los Trabalhadores. Un plazo harto

prolongado para que las mayorías comprendieran los beneficios de las políticas del

progresismo, para que rechazaran visceralmente el militarismo. Ello no ocurrió. Lula no

logró que sintieran el mismo “no va más” que puso fin a la dictadura. En cambio, al

parecer, la moderación y el pragmatismo nublaron el horizonte y ablandaron la estaca,

debilitaron los ánimos. La adopción de ideas liberales creó mucha confusión y ayudó el

ausentismo en las calles. Se desacumuló lo acumulado en la lucha contra la dictadura,

la regresión ideológica facilitó el retorno de los brujos.

Acumulación

La victoria electoral de Bolsonaro inició un proceso de acumulación de fuerzas en torno

a las ideas, valores y concepciones del partido militar. El militarismo lanzado a la

conquista de la hegemonía. Su propósito declarado es suprimir el “marxismo cultural”

que, según ellos, domina las organizaciones populares, la educación y otros aspectos

de la vida social. No se salva ni la izquierda vestida de seda.

Su ideal es el Estado-Cuartel, la sociedad sometida al ordeno y mando, a una rigurosa

disciplina militar. Quieren hacer del Brasil un país “ordenadito”, socialmente estático,

sin lucha social, sin feminismos y, mucho menos, con LGTB movilizado. Para adocenar

revoltosos, Bolsonaro promueve la pena de muerte y el derecho de los terratenientes a

usar las armas contra los sin tierra.

Cuatro décadas pasaron desde que los pueblos se cansaron de obedecer órdenes sin

sentido y empujaron la retirada de las dictaduras. Tiempo suficiente para que el partido

militar revisara y corrigiera su modo brutal de hacer política. Aprendió a moverse con

modales políticamente correctos. Ahora se limitan a exhibir sus armas sin dispararlas o,

por lo menos, sin usar el poder fuego como en los ‘60. Atemorizan con la memoria de la

barbarie y la impunidad actual.

¿Bolsonaro dice y hace cosas de energúmeno? Por supuesto, pero ¿cómo se

caracterizaba a Mussolini o a Hitler? Los disparates de Bolsonaro, repetidos hasta el

cansancio, van anestesiando sensibilidades, acostumbran los oídos a los diez

mandamientos del militarismo, arrean la opinión hacia el horizonte reaccionario. Es la

estrategia de Goering.

No solamente acumulan en el plano de las ideas, lo hacen en músculo contante y

sonante. Veintidós militares integran el gabinete ministerial de Bolsonaro. Además, en

el 2020, 6.157 oficiales desempeñaban funciones en la gestión de gobierno, muchísimo

más que los 2.765 del 2018, el año de Temer. Más aún que los que ocuparon cargos


estatales en la dictadura. Son cifras que cuantifican su dominio del militarismo sobre el

aparato del Estado.

En los últimos días, tanquetas y carros de combate desfilaron por Brasilia y entregaron

a Bolsonaro una invitación a sus maniobras militares. El presidente los esperaba junto

a los tres comandantes en jefe de las fuerzas armadas. Simbolismo puro. En

Indoamérica, pero, especialmente en Brasil, el partido civil del “orden” está abrazado y

confundido con el partido militar.

En Brasil las milicias son parapoliciales. No obedecen la cadena de mando. Las

integran soldados, policías y bomberos, retirados y en servicio. Actúan con autonomía,

se auto financian con negocios inmobiliarios, venta de seguridad y hasta de energía

eléctrica. Controlan alrededor de 100 favelas. Constituyen una especie de extensión

irregular del Estado. Han sido reiteradamente denunciadas y probadas sus

vinculaciones políticas y financieras con el clan Bolsonaro. Es su fuerza de choque, la

que está bajo sospecha en el asesinato de Mireille Franco.

Los motoqueros son otro círculo concéntrico del apoyo organizado al golpismo.

Bolsonaro encabezó varias de sus demostraciones. No usan camisas pardas ni negras,

pero se parecen demasiado a aquellos que metían miedo en la Alemania de Hitler o en

la España de Franco. Son la fuerza de choque del militarismo.

Bertolt Brecht

En la misma medida que atemoriza, el disparatero bolsonarista cosecha repudios:

hasta “O Globo” y el juez Moro tomaron distancia. Las multitudes que desfilan por la

Paulista ahora son pueblo en movimiento y exigen que se vaya Bolsonaro. Más por

rechazo al energúmeno que por virtudes propias, Lula da Silva puede ser el próximo

presidente. Llegará embanderado con las mismas reformas de antes, meros parches a

la situación de los menesterosos, nada de transformaciones de fondo. El desenlace de

esta segunda oportunidad ¿será el mismo que en la primera? ¿otra vez el freno

ideológico y la alternancia electoral?

El Partido dos Trabalhadores deberá enfrentar las fuerzas acumuladas por el

militarismo organizado. Situación parecida vive Pedro Castillo en Perú. El grado de

“contundencia” del partido militar brasilero no lo registran las encuestas de opinión

pública. Tampoco está registrada la anuencia ideológica del Departamento de Estado,

cuya mira apunta a Iberoamérica para competir con China. Son fuerzas suficientes para

provocar y obligar resistencias populares, como las de Chile y Colombia.

La antesala de los golpes de Estado en Indoamérica fueron los atentados de grupos

fascistas organizados. Ahora, el bolsonarismo, el fujimorismo y el uribismo cuentan con

una capacidad de acción mucho mayor que la de aquellos grupos de los ‘50. Las

circunstancias parecen ser más graves que las del siglo pasado.

Por supuesto, las similitudes del proceso en Brasil con otros de Iberoamérica son pura

casualidad. Con Uruguay, en particular, donde reina una “democracia de altísima

calidad”, según afirman los poetas de la politología. Sin embargo, como ya sucedió con

harta frecuencia, cuando Brasil traza una senda, se oscurece la bola de cristal de las

ciencias políticas institucionalizadas y el futuro se decide en los casinos de oficiales. Un

análisis fino de la coyuntura uruguaya necesariamente debe considerar la sombra

amenazante de la fuerza paraestatal organizada en Brasil.


El retorno de los brujos trasciende fronteras, contagia reaccionarios en toda

Indoamérica, particularmente en los centros militares. La impunidad y los pactos de

silencio entre civiles y militares dan solidez al discurso tóxico, patriotero y antipopular

que antecede a la guerra que vendrá. Hacen mal los progresismos en olvidar el poema

de Bertolt Brecht, el que desoyeron sus contemporáneos…y así les fue.

Todo parece indicar que amanece un nuevo 1968, con el arriba apretando tuercas y el

abajo sin muchas alternativas, empujado a ocupar plazas y avenidas, el territorio de su

libertad. El 22 de marzo de 1963, un lustro antes del ’68, Raúl Sendic Antonaccio

pronosticaba en el semanario “El Sol”: “Hoy día podría dar más garantías individuales

un revólver bien cargado que toda las Constitución de la República y las leyes que

consagran derechos justos. Esto debemos entenderlo antes que sea tarde.”

Jorge Zabalza

Nuestra visión de la situación continental

 De “VENCEREMOS” (Argentina)

Nuestra visión de la situación continental
Enviado por Jorge Zabalza


En los últimos meses, hemos venido profundizando nuestro análisis de la situación continental con la mirada centrada en los procesos de rebeliones. Compartimos algunas de las reflexiones y conclusiones a las que hemos arribado, con el fin de nutrir los intercambios y el necesario debate político de la coyuntura en clave estratégica.

Antecedentes

Desde la conformación de Venceremos en 2017, analizábamos que la crisis del capital y su expresión a través de las disputas entre potencias, estaban acompañadas de procesos de resistencia, de lucha, pero que esas luchas estaban desarticuladas, que no tenían un horizonte de superación y que, en muchos casos, el descontento popular - sumado por las decepciones de gobiernos progresistas que en países como Grecia o España accedían a la administración- tenía una canalización por parte de una derecha fascista.

La ausencia de alternativas revolucionarias claras a nivel mundial, las dificultades de los movimientos revolucionarios en América Latina y, en el caso de Argentina, la aniquilación de la vanguardia revolucionaria mediante el terrorismo de estado había generado una situación en que, habiendo luchas, resistencias e incluso confrontaciones, no llegaba a actualizarse la revolución socialista. Caracterizamos por esto a la etapa como “no revolucionaria”.

En el caso de la historia reciente de la Argentina identificábamos la ausencia de una alternativa y de un partido revolucionario, como parte de las causas de que la rebelión de 2001 no hubiera logrado un mayor avance, sobre todo en evitar que la burguesía retomara la iniciativa, reconstruyera la confianza en las instituciones e integrara al estado y a los partidos patronales a muchas organizaciones que se habían destacado en la resistencia de los 90. Vale aclarar, aunque sean procesos relacionados, que esa falta de partido y de alternativa la vinculábamos también al retroceso político, ideológico y organizativo de la clase trabajadora y el pueblo pobre; es decir, no identificando la existencia de un partido a una cuestión de aparato o de nombre.

En el debate que atravesó nuestro partido en 2019, el sector que luego de retirarse conformó Abriendo Caminos sostuvo que América Latina vivía desde los ‘80 en adelante una “estabilidad democrática”; aun cuando hubiera revueltas, entendían que la participación electoral pasaba a ser un eje central. Quienes nos quedamos en Venceremos, avanzamos en la caracterización de la severa crisis económica, social y ambiental y en sus consecuencias en términos de movilización popular. Sostuvimos que las rebeliones y la lucha de calles estaban a la orden del día y que era necesario prepararse para ello. Las rebeliones de Haití, Ecuador, Chile, Colombia, así como el golpe de estado en Bolivia, corroboraron nuestro análisis.

La rebelión como realidad y como apuesta

Desde la segunda mitad de 2019, luego de un impasse durante los meses más fuertes de medidas restrictivas por la pandemia del Coronavirus, vemos que las rebeliones se han convertido en un rasgo actual y potencial reconocido por todes. El FMI, los organismos multilaterales, los “think tanks” del imperialismo, el Vaticano auguran que los estallidos y rebeliones se profundizarán y extenderán en un contexto de agravamiento severo de las condiciones de vida y trabajo de las mayorías. Nuestra América, el continente más desigual del planeta y con una extensa tradición de luchas y resistencias, aparece en el centro de las preocupaciones de quienes buscan mantener el poder de clase.

Profundizar en cuáles son los rasgos (potencialidad y limitaciones) de las rebeliones en curso y por venir, cuáles son las disputas que se están dando (y se van dar) en ellas, y cuáles son las tareas que se derivan de ello, resulta clave para ordenar esta construcción que ha reafirmado su vocación de aportar a la transformación revolucionaria de la realidad. Exponemos a continuación algunos elementos que consideramos fundamentales para comprender la situación y sus posibilidades.

Las rebeliones

Las rebeliones, el momento del estallido, su magnitud, su forma concreta, su extensión, su radicalidad, son impredecibles. Por supuesto, las causas profundas, estructurales preexisten y sabemos que los pueblos no se resignan por siempre a agachar la cabeza ante la injusticia. Sin embargo, cuál es el detonante, qué es lo que hace que la rabia se transforme en acto, y en acción de masas, no es algo que se pueda anticipar. El aumento del metro de Santiago, la reforma del FMI de Moreno, la reforma tributaria de Duque, en fin, no se puede anticipar con certeza cuál es punto que sirve de catalizador.

Las rebeliones muestran de lo que son capaces los pueblos cuando entran en rebelión (y ni hablar, como decía el Che, cuando entran en revolución). La toma de conciencia, la claridad respecto de los enemigos, la creación de lazos de sororidad y fraternidad, la puesta en acto de una ética de la vida y de la resistencia, el despliegue de manifestaciones de lucha y arte de todo tipo, la legitimación de la violencia popular, en clave de autodefensa, una enorme acumulación de fuerza moral y de construcción de identidad vinculada a la lucha.

Las rebeliones ejercen la memoria colectiva, la transforman en actos de conciencia y de justicia.

Así vemos cómo los pueblos desde Chile, a Colombia, de Estados Unidos y Canadá, tumban estatuas de genocidas. Lejos de ser algo anecdótico, esta práctica muestra que no son las reivindicaciones inmediatas las que explican la furia popular, sino los siglos de opresión del racismo y el colonialismo propios de la era del capital.

Las rebeliones aprenden de su propio proceso y de otras rebeliones en curso. La “Primera línea” se expande como forma de organización, como identidad, como ética.

Por todo esto, consideramos que la rebelión es nuestro horizonte no sólo como posibilidad, sino como apuesta. Las enlazamos a la larga historia de lucha y creación de poder popular que no es otra cosa que su propia constitución como sujeto histórico. Participación directa del pueblo en la vida colectiva y en la lucha. En oposición antagónica (pero en coexistencia) con estados.

Sin embargo, hay que explicitar que no hay una relación inmediata entre rebelión y revolución.

Resulta difícil ver que estos estallidos, luchas de clases y de calles, puedan plantear un escenario de revolución en clave socialista, feminista, antiimperialista, antirracista. En cada uno de los procesos vemos cómo ninguna de las organizaciones preexistentes puede atribuirse la dirección de las masas en las calles. El repudio a la política tradicional, también incluye a la izquierda y a las representaciones burocratizadas del movimiento obrero (en un contexto mundial y regional de peso creciente de trabajadores precarizadxs que no encuentran expresión en el sindicalismo oficial). Todo lo que tiene de potencia disruptiva del orden y de la institucionalidad esa falta de formas estables y prestablecidas de organización para alimentar la disposición al enfrentamiento y la persistencia de la resistencia, tiene también el desafío de cómo transformar la rabia en propuestas de fondo.

Lxs sujetxs rebeldes

En términos de sujetos en lucha, vemos que son les trabajadorxs pauperizadxs, lxs pobres del campo y la ciudad, la juventud sin futuro quienes se lanzan a las barricadas dispuestes a dar la vida. Esto quiere decir, que es la clase trabajadora, pero no es la misma clase trabajadora que de las grandes revoluciones del siglo XX. No es la clase trabajadora en tanto movimiento obrero organizado sindicalmente. Es esa población expropiada de todo, sometida a la superexplotación de su fuerza de trabajo y/o condenada a vivir de la asistencia. Podríamos decir, como rezan muchos carteles pintadas, son les que realmente no tienen nada que perder. En términos de organización, de discusión ideológica, de propuesta política esa realidad nos pone ante un enorme desafío para quienes pretendemos aportar a las rebeliones para enlazarlas con procesos revolucionarios de fondo.

Una mención aparte al analizar a los sujetos concretos de la rebelión merece el rol que están cumpliendo los pueblos indígenas. Los lazos que se ven entre pueblos, reconociendo la igualdad y valorando la resistencia de más de cinco siglos de los pueblos originarios, el reconocimiento de lo plurinacional como única forma de superar la imposición racista y colonial, nos permiten plantear que hay en esto una potencialidad de transformación profunda. Esta confluencia apunta a raíces históricas y estructurales: el capitalismo mundial nació del genocidio en América, los estados nación construidos en la mitad del siglo XIX nacieron del genocidio que permitió la apropiación de territorios. Empezar a quebrar el silencio opresor, tirar al basurero de la historia esa visión eurocéntrica y racista de la inferioridad de nuestros pueblos, de la supremacía “blanca”, dibuja un horizonte de emancipación esperanzador. “Un pueblo que oprime a otro, no puede ser libre”, y hay que reconocer que no pocas veces movimientos críticos de la explotación capitalista asumieron como propia la visión de los vencedores respecto de las poblaciones originarias.

Asimismo, la recuperación de todo un acumulado de experiencia ancestral sobre la vinculación con la madre tierra deja de ser denostada como un “resabio reaccionario” para ser vista como la posibilidad de un futuro que resguarde la vida en contra del sistema extractivista de muerte.

Las formas de organización de la autodefensa de las comunidades (las guardias indígenas) desarrollado para defenderse de los aparatos represivos estatales, muestra también coordinadas para resolver esta urgente cuestión.

Por supuesto, las diferencias y disputas entre corrientes ideológicas hacen parte la realidad indígena. La idea de un mundo indígena homogéneo es uno de los mitos de los conquistadores, de ayer, hoy y mañana. Hay grados de institucionalización y cooptación de parte de referentes.

Hay perspectivas que no ponen en el centro de la lucha por identidad y el derecho a la autodeterminación la cuestión de la tierra, y de la restitución. Hay quienes reivindican y ejercen la acción directa y quienes no. Hay quienes resisten en las comunidades y territorios y quienes llevan varias generaciones en las ciudades y zonas suburbanas. Pero visto de conjunto, que es lo que se propone este documento, hay elementos generales lo suficientemente significativos para pensar los nuevos rasgos y horizontes de las rebeliones actuales.

Metas y programas

En términos programáticos, no hay pliegos preexistentes al desenvolvimiento de la lucha reconocidos unánimemente por quienes se lanzan a las calles. No obstante, sí aparecen en forma masiva consignas, ideas y reclamos que sectores de activistas defendieron y difundieron durante décadas en relativa soledad. Y es en el ejercicio de la democracia directa, en las ollas de los bloqueos, en las asambleas, en los territorios en los que las consignas y las plataformas se van afinando. Podríamos decir que el “momento negativo”, el de “ya basta”, de “no queremos más esta vida” tiene mayor peso que el positivo, aquél que clarifica cómo queremos vivir y cómo vamos a hacer para conseguir esa nueva realidad.

Pero esto no significa que ese programa no exista o que no pueda desarrollarse. Como parte del propio proceso de lucha a través del cual la “gente” se transforma en “pueblo”, los reclamos se van definiendo. Algunos puntos que aparecen con fuerza son: la crítica a la democracia existente, el repudio a la represión legalizada, la exigencia de libertad de lxs presxs políticxs y de juicio y castigo, el rechazo a la privatización de la educación, de la salud, de las jubilaciones, de la vivienda, (de las relaciones sociales), el feminismo como bandera y como práctica, el anticolonialismo y la apuesta a la unidad plurinacional y diversa, la defensa de la naturaleza y los bienes comunes en rechazo a la política extractivista.

El carácter abierto de las rebeliones

Como todo proceso, no hay victoria de antemano. Todo el proceso de acumulación, de organización y de conciencia no logra revertir hasta tal punto las condiciones preexistentes como para transformar estas rebeliones en insurrecciones revolucionarias; al menos en lo que hemos visto hasta ahora. Ese pasaje implicaría contar con una dirección (seguramente diversa, plural, reflejo de los distintos sectores en lucha), con una claridad estratégica y con una fuerza moral y material que trasforme la resistencia, en ofensiva. Ofensiva no sólo en las calles y en la confrontación directa, sino en todos los terrenos de la lucha.

Asimismo, la lucha en las calles es la esencia de la rebelión y su principal salvaguarda, pero sabemos que la intensidad y masividad de la movilización no se mantienen constantes o crecientes siempre. ¿Cómo consolidar lo ganado para seguir avanzando sin caer en el institucionalismo de acoplarse a lo que el sistema está dispuesto a ceder cuando se ve impugnado? ¿Cómo encontrar las tareas y los caminos para que la represión brutal y el cansancio no deriven en desmovilización y desmoralización? ¿Cómo hacer que esos objetivos intermedios o parciales sirvan para potenciar, para ordenar y consolidar la fuerza propia y no para ahogar la fuerza rebelde en el posibilismo?

Radicalizar la rebelión

Entendemos que las rebeliones abren una nueva etapa o período que puede alumbrar alternativas revolucionarias y radicales. Es decir, abren una posibilidad cualitativa y cuantitativamente superior de acumulación de fuerza revolucionaria. Es probable que surjan partidos y organizaciones revolucionarias más claras, más arraigadas, más sólidas en el transcurso de las rebeliones.aq No consideramos que, por todas las condiciones previas, pero además de los rasgos de las propias rebeliones, el asalto a la fortaleza poder sea un objetivo realizable en lo inmediato. Pero sí en elevar, en dar un salto en una construcción, en un proceso de organización, de politización con ese horizonte.

Desde ya que esto está sujeto a movimiento, no es un dogma ni una orientación inmodificable.

Hacemos la aclaración porque no es desde una concepción etapista siglo XXI que hacemos la evaluación anterior. Si alguno de los procesos (a nivel de las masas en lucha, no como testimonio o expresión de deseo) logra abrirse camino hacia ese asalto a la fortaleza del poder, nuestra orientación será apoyar esa orientación. Asimismo, tampoco significa que haya que “guardar” la clarificación del poder, la propaganda socialista, feminista, antiextractivista, antiimperialista, anticolonial y antirracista para otros tiempos. Por el contrario, es parte de las tareas que las rebeliones obligan a profundizar y a mejorar. A lo que apuntamos es que si, como todo pareciera indicar, las rebeliones actuales no derivan de forma inmediata en procesos revolucionarios y de insurrección, para nosotres no se trata de un fracaso, sino de apurar el paso y el trabajo para apoyándonos en los sectores, consignas y caminos más radicales, apostar al fortalecimiento y radicalización desde las nuevas y superiores condiciones conquistadas por la rebelión.

¿Cuáles son a la luz de los procesos en curso y de la experiencia histórica esos sectores y consignas?

Hasta ahora, se han verificado más dispuestos a ir a fondo la juventud empobrecida, las mujeres y disidencias en lucha, las comunidades originarias. Son para quienes son necesarias transformaciones más profundas.

En cuanto a los reclamos, se evidencia la actualidad de la consigna de la libertad de lxs presxs políticxs y el desprocesamiento de les luchadores sigue siendo necesaria y el punto cero de cualquier proceso de transformación. Vinculado a ello, el juicio castigo a lxs responsables políticos, materiales y civiles (destacando a empresarios, grupos económicos, iglesias, etc.).

La destitución de los personeros del poder también es un reclamo que aun pudiendo funcionar como fusible, muestra la decisión de no negociar con les responsables de la situación general y represiva en particular. No deja de ser significativo que las clases dominantes y el imperialismo sostienen a gobernantes cuando se ven enfrentados por la movilización popular, a pesar de altísimos niveles de ilegitimidad. Por otra parte, la destitución mediante formas más o menos ilegales, es un recurso a la mano, expresado con mucha claridad desde Zelaya en adelante. Esto que lo veíamos en diciembre de 2019 al ver cómo Piñera y Moreno se habían mantenido en sus cargos, mientras que Evo lo habían destituido, se ve corroborado hoy.

La defensa de la democracia directa, esto es, la defensa de que la soberanía y de la voluntad popular por sobre la representación es una cuestión de concepto y de propaganda, pero que tiene definiciones prácticas muy concretas. Si se busca orientar la energía hacia el recambio institucional, si se quieren subordinar los tiempos de la lucha en las calles a las agendas electorales, es ésta una de las discusiones que está en la base. Vinculado a eso, la defensa de las calles por sobre el palacio.

Como punto clave de delimitación de campos, y como aspecto estratégico a reivindicar y a desarrollar, la reivindicación del derecho a la autodefensa, incluyendo la violencia popular.

Sería importante extraer conclusiones comunes respecto de cuál es la política correcta, en cada caso, respecto de las asambleas constituyentes. En Chile sobre la base del rechazo a la constitución pinochetista sostenida por los 30 años de transición “concertada”, el modo en que se planteó el proceso constituyente mediante el “Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución” es una clara maniobra de los partidos oficiales. Pero tal como se viene viendo el mismo proceso es disputado, resignificado y asediado por la lucha y la organización popular. En el caso de Colombia la cerrazón del régimen político de dominación hace que el desarrollo de la asamblea nacional popular tome en sus manos cuestiones que difícilmente tengan lugar, incluso en clave de cooptación, dentro de la institucionalidad vigente. En el caso de Perú, la convocatoria a un proceso constituyente fue uno de los pilares del programa que convirtió a Castillo en una opción para quienes, excluides a nivel económico y político, se movilizan con el horizonte de cambio.

En términos programáticos más de mediano plazo, la lucha antiextractivista y la reivindicación del buen vivir como alternativa al capitalismo, apuntan al corazón del capitalismo en Nuestramérica. No es casual que sea éste el punto ciego tanto de las distintas variantes de dominación burguesa, como de las diversas potencias en pugna. Llegar a la raíz de la crítica al extractivismo, discutiendo soluciones de totalidad es algo que está presente ya, quizás no de forma completamente desarrollada, en las luchas socioambientales. Éstas se enfrentan a las grandes empresas, muchas multinacionales, a la connivencia estatal (sin importar la administración), a la represión oficial y a la que ejercen las patotas y grupos de choque paraestatales. Asimismo, obligan a salir de los márgenes de la discusión sobre la distribución de los ingresos, para poner de relieve nada menos que la defensa de la vida.

No hay fórmula que garantice el éxito. Es la lucha la que define. Creemos que las experiencias de Chile con una constituyente amañada pero que es asediada, la de Colombia con un proceso de asamblea nacional popular, deben ser seguidos en profundidad. También analizar procesos como el de Bolivia y el de Perú en los que grandes movilizaciones permitieron derrotar a la dictadura de Añez e impugnar a nivel de masas el fujimorismo. La clarificación de cuáles son las grandes tendencias en disputa contra las que hay que lidiar, cuál es la relación entre ellas y la que defendemos nosotres, constituyen un punto de partida. Las rebeliones marcan los puntos más altos de la lucha de clases en gran parte de nuestro continente.

En Cuba y en Venezuela las confrontaciones tienen un nivel superior, a causa de que, son los procesos que más han avanzado. Bloqueo económico, asedio mediático, financiamiento de actividades contrarrevolucionarias, hasta entrada de paramilitares en el caso de Venezuela, corroboran lo que las propias usinas reconocen como objetivos estratégicos.

Ofensiva imperialista yanqui

Como Venceremos, estamos en proceso de profundización de nuestro análisis e interpretación del capitalismo a escala mundial. Sin embargo, es claro que uno de los elementos característicos de esta etapa es la pérdida de posiciones económicas y políticas de Estados

Unidos. Este proceso no es nuevo, se ha profundizado a partir de la crisis abierta en 2008.

Desde entonces, a nivel político – militar la situación que había caracterizado a los 90 y primeros 2000 se ha modificado. Entonces, el imperialismo yanqui tenía la capacidad de imponer a y con sus aliados subordinados (UE y su expresión en la OTAN, Japón, Israel, Arabia Saudita, etc.) intervenciones en prácticamente todo el planeta. Desde 2013/15 esa situación empezó a mostrar que había cambiado, principalmente por la intervención de Rusia, alterando la dinámica geopolítica (Ucrania y Siria, son dos ejemplos claros). Las invasiones a Afganistán, Irak, a Libia, promovidas por EEUU y la UE han provocado verdaderos genocidios, sumiendo en el caos a esos países que pasan a ser campo fértil de organizaciones de extremistas de derecha.

En América Latina, la emergencia de China como inversor, como comprador de materias primas y fuente de financiamiento alternativa a los organismos forjados en torno al dominio de EEUU fue parte central del ciclo de auge de los comodities que conformó la base objetiva de los gobiernos progresistas en algunos países.

Ante esta situación, el imperialismo yanqui lanzó una ofensiva para recuperar lo que siempre han considerado como su “patio trasero”. Cuba, en primer lugar, y Venezuela, en segundo lugar, son los enemigos estratégicos del imperio. Bolivia y Nicaragua también estuvieron y están en la mira. Los gobiernos “progresistas” también han sido objetivos de un plan por reordenar la región con gobernantes afines. Esto no significa que esos gobiernos fueran antiimperialistas, ni siquiera antiyanquis, pero en la clave de recuperar el control el perfil de alfiles que demanda el imperio es el de los Uribe / Duque, Piñera o Macri. Asimismo, en el presente contexto, y ante la ofensiva, los progresismos se están subordinando en forma creciente a los EEUU.

En los días en que redactábamos este documento, el asesinato del presidente de Haití de parte de mercenarios yanquis y colombianos y, muy especialmente, la ofensiva contra Cuba han mostrado hasta qué punto -sin diferencia entre republicanos y demócratas- la pérdida de posiciones a nivel mundial de los yanquis se expresa en una radicalización de sus acciones contra Nuestramérica. Un presidente que estaba manchado en sangre por la represión contra el pueblo, un alfil del imperio. Pero que como ha ocurrido en tantas otras ocasiones, el imperio no duda en eliminar.

El imperio renueva su ofensiva contra Cuba. En un momento donde la crisis económica y las consecuencias del bloqueo, agravadas por la pandemia, hacen mella en las condiciones de vida del pueblo en la isla, las maniobras de desestabilización promovidas por el imperialismo yanqui se reorganizan. En este contexto, encuentran un escenario fértil, producto de un momento de particular escasez dentro de Cuba, en gran medida como efecto del mencionado embargo comercial, de la disminución de ingresos por la caída del turismo y la recesión generalizada pero también por medidas adoptadas por el propio gobierno local que, en un margen sumamente estrecho de definiciones, eliminaron la “doble moneda” y adoptaron otras medidas de austeridad que derivaron objetivamente en un incremento de las dificultades para una parte dela población.

El imperio promueve formas de agitación que en apariencia pueden querer asimilarse a las que encabezan los pueblos del continente: manifestaciones callejeras, consignas que no siempre son abiertamente pro-yanquis y acaudillan a sectores populares en la isla y por otro lado seducen a una parte de la intelectualidad progresista, llamados a la ayuda humanitaria con el lema “SOS Cuba”, similar al que se lanzó antes desde sectores populares para Colombia.

Estos renovados ataques contra Cuba, el ensayo de nuevas formas de ataque contra Venezuela, e incluso contra Nicaragua demuestran que el imperialismo no es una rémora, sino, tal como expresábamos en documentos partidarios, es el baluarte de la contrarrevolución. Su rol como gendarme mundial del capital se sostiene en una fuerza militar que, aun siendo disputada, lejos está de tener contendientes que estén a la par. No sólo por la cantidad de bases y armamento, sino también por su imposición de doctrina y de praxis. La dependencia y la subordinación ideológica, política, cultural, económica de las burguesías autóctonas (como decía el Che) muestran que el imperialismo no es un fenómeno externo, sino interno. El control de los poderes judiciales, de las fuerzas represivas, de los grandes medios de comunicación hemisféricos, permite imponer su voluntad que incluye la construcción de una mirada de la realidad que llega a las masas. El control que como decíamos es compartido y festejado por las grandes burguesías locales, o asumido como intangible por la burguesía más allá de su tamaño.

En estos días, los ataques a Cuba en nombre de los derechos humanos coexisten sin más, con el terrorismo a gran escala en diversos territorios que como son afines al imperio, tienen toda la cobertura (Colombia, Israel, Arabia Saudita, Marruecos, y la lista es larga…).

En contrapunto, la resistencia de la revolución cubana es un reaseguro para cualquier proyecto de emancipación. Más allá de la política oficial, a menudo afín a los progresismos, por razones de estado, la resistencia de Cuba con dificultades, retrocesos, contradicciones, sigue demostrando que el imperialismo no es invencible, que para tener patria hay que tener revolución, que se puede construir una sociedad que no esté guiada por la ganancia. Cuba es un faro estratégico para las rebeliones que van buscando el camino de transformación de fondo.

Un triunfo del imperialismo yanqui en Cuba significaría un retroceso enorme para todas las fuerzas populares y para cualquier proyecto que se plantee la revolución y el socialismo como metas.

Expresión de distintas estrategias ante las rebeliones

Identificar las corrientes político – ideológicas en disputa es central para poder definir no sólo los ejes a jerarquizar en el debate político, ideológico y estratégico, sino para comprender las divergencias tácticas aun cuando actuemos en unidad de acción. Poder abordar esta clarificación nos ayudará a leer mejor la situación, a la vez que poder tomar decisiones respecto de nuestras tareas e intervenir con mayor precisión en la lucha. También eso nos permitirá poder indagar y caracterizar mejor a otras organizaciones (locales e internacionales).

Sin entrar en los detalles (cuestión que excedería además las posibilidades de este documento), en los procesos de rebelión podemos identificar tres grandes campos: el de la rebelión, el de la institucionalización y el de la represión. No son campos “puros” en el sentido de que hay múltiples cruces. Como bien explicaba Gramsci, la hegemonía de clase implica una combinación entre represión y consenso. Hay, por tanto, una estrecha relación entre institucionalización y represión; por un lado, la institucionalización se basa sobre una relación de fuerzas conseguida por la represión y a la vez la institucionalización de determinados sectores permite o legitima la represión sobre otros. Pero también dentro de lo que podemos llamar el campo de la rebelión hay quienes ven la rebelión como una táctica para conseguir a través de su encausamiento un lugar en la institucionalidad. Por otra parte, hay sectores que apuestan a la rebelión y que entienden que determinada participación en la institucionalidad puede servir para consolidar fuerzas. Así como hay quienes que consideran que cualquier tipo de avance en el terreno de la institucionalidad, o cualquier reforma parcial, significa hipotecar la lucha. Como siempre, la práctica es más indicadora de cuál es la estrategia que se está poniendo en juego que lo que se dice.

Finalmente, hay que recuperar lo dicho más arriba respecto de la relación entre las rebeliones y la perspectiva de acumulación de fuerza social y política revolucionaria. En este sentido, hay que sacar conclusiones respecto de cómo la apuesta estratégica a la rebelión tiene que reconocer la existencia de momentos de mayor y de menor intensidad de la lucha callejera, para poder encontrar las formas y caminos de radicalización del proceso. Concretamente, el sólo hecho de expresar disposición al enfrentamiento y voluntad de mantenerse en las calles no resuelve todos los problemas que estamos planteando.

Breves digresiones que pueden ayudar a entender el planteo. En el momento fundacional del movimiento obrero en la Argentina, el anarquismo tuvo un muy fuerte arraigo. Su perspectiva de confrontación respondía de manera más acorde a una realidad en la que el régimen político sólo respondía a las demandas obreras con persecución y represión. Enormes jornadas y movilizaciones heroicas y masivas se dieron entre 1902 y 1922 aproximadamente. Sin embargo, la huelga general insurreccional no termina de constituir una estrategia de poder. La represión al anarquismo y la institucionalización de otras corrientes del movimiento obrero, proceso que empezó a darse desde el radicalismo en el gobierno, fue restando peso a una corriente que había dado enormes aportes a la clase trabajadora.

Si reconocemos que el análisis que estamos haciendo es también un balance de nuestro 2001, podemos ver que el planteo de la izquierda tradicional lejos estuvo de ser acertado a pesar de haber hablado de socialismo, nacionalización de la banca, del comercio exterior, etc. Tampoco la perspectiva de “quedarse en las calles” de sectores “ultras” a nivel discursivo permitió superar el reflujo de masas provocado por la represión -en especial del Puente Pueyrredón- y la institucionalización construida sobre esa base. La centroizquierda, con todas sus variantes, reconoció el cambio de situación, pero para subordinarse a él, no para encontrar los caminos concretos de radicalización.

Volviendo al eje central y sintetizando, cómo apostar a la rebelión, a las rebeliones realmente existentes hoy, sin identificarlas con movimientos insurreccionales o prerrevolucionarios, sino buscando los caminos concretos que ayudarían a pasar de un momento a otro es la gran cuestión.

Creemos que los procesos en curso muestran este carácter abierto, lo que no significa que las mayores chances de desarrollo sean inevitablemente para la perspectiva revolucionaria.

También creemos, y los propios procesos lo muestran, que estamos ante confrontaciones más largas que las que caracterizaron los levantamientos de principios de los 2000 (Argentina, Ecuador, Bolivia, que por lo demás tuvieron importantes diferencias entre sí). Y que a lo largo de ese proceso hay avances y retrocesos. Tenemos que cuidarnos de no hacer lecturas rápidas de esos momentos. Evitando el posibilismo, pero también evitando las conclusiones categóricas de que el proceso se ha “cerrado” sin suficientes elementos. Las fuerzas a favor de cerrar las rebeliones son fuertes. No sólo las diversas variantes político ideológicas de las clases dominantes coinciden en ese objetivo. También hay sectores de peso en el campo popular que apuestan a ese camino. Pero la propia inestabilidad que provoca la crisis capitalista de la envergadura que estamos atravesando, potenciada por la crisis del imperialismo yanqui y la disputa hegemónica, estrechan los márgenes para la clausura de los procesos. Creemos que esa misma inestabilidad general ha hecho que las salidas abiertamente represivas no puedan conseguir el objetivo de la desmovilización. Desde ya, como cualquier situación, no es eterna.

En gran medida de cómo se vayan resolviendo estas confrontaciones, de la capacidad de que las rebeliones se traduzcan en procesos duraderos o de las burguesías e imperialismo de desmovilizar y desarticular de forma más permanente, irá cobrando contornos más claros la etapa que hoy estamos viendo emerger.


Algunas observaciones sobre 
“progresismo”, “liberalismo”, “fascismo”

El progresismo, el liberalismo y el fascismo son diversas corrientes o expresiones que coinciden en que el capitalismo es el horizonte deseable o posible. Es decir, son corrientes burguesas.

Esto no significa que sean idénticas, pero sí que no son “antagónicamente irreconciliables”.

Resulta importante tomar en cuenta que la definición de cualquier “corriente” o expresión ideológica, adquiere sentido en relación al todo, al conjunto de tendencias presentes con las que disputa y eventualmente negocia.

Como decíamos en nuestro primer balance parcial sobre el golpe en Bolivia a fines de 2019 y luego sistematizáramos en nuestro programa, a diferencia del reformismo, el progresismo no se plantea, ni siquiera en el “más allá” un horizonte anticapitalista. El progresismo se nutre de diversos orígenes: de reformistas, de ex revolucionaries, de quienes suscriben la doctrina social de la iglesia, de sectores inteligentes de las burguesías que en un contexto de impugnación comprenden que siempre es mejor ceder algo (nunca lo central) para no perder todo.

En América Latina el progresismo fue la forma política por la cual, luego de fuertes impugnaciones a las formas más extremas y abiertas de política neoliberal, las burguesías consiguieron (hasta cierto punto, con cierta parte de los movimientos) recuperar la hegemonía.

La razón de estado y el culto al estado (burgués) son rasgos centrales del progresismo. La idea de que el estado es el que va a garantizar derechos, conquistas, ingresos, promueve la desmovilización y la preeminencia de la representación y burocratización políticas.

Estas expresiones progresistas, surgen en momentos de ausencia a nivel de masas de alternativas revolucionarias radicales y refuerzan esa situación. A pesar de toda su crítica al neoliberalismo y su consigna del fin de la historia, los progresismos defienden el capitalismo como una necesidad, como un “hecho” de la “realidad”, denostando cualquier posición en contrario.

La exaltación de las formas representativas de participación se complementa con la crítica de las formas espontáneas, con el rechazo al uso de la violencia por parte de les explotades y oprimides. La idea de que la lucha de clases, el socialismo, la revolución son “cosas superadas del pasado” es un rasgo común. No pocas veces el argumento es, además, esgrimido por personas que “en otras épocas” fueron parte de organizaciones revolucionarias. La supuesta madurez política, la comprensión de la “realidad compleja” son argumentos para defender el abandono de una perspectiva revolucionaria. No queremos saturar con frases el documento, pero la ridiculización de las acusaciones de “comunismo” señalando que “la URSS ya cayó”, que la “guerra fría no existe más”, tienen en última instancia mucho de esta concepción. La nueva contradicción desde este sector sería entre “neoliberalismo” (disociado del capitalismo) y “progresismo”.

La defensa de la institucionalidad, de la “paz social”, y para ello, el otorgamiento de reivindicaciones parciales son rasgos fundamentales del progresismo. Reivindicaciones parciales en el plano de la distribución del ingreso, o en la disputa de sentido y cultural.

Muy a menudo, sectores liberales y fascistas se oponen a esas corrientes progresistas sobre todo cuando estas últimas ejercen la administración del estado. El asedio por parte de la “derecha” liberal y fascista es real, así como el rol articulador y promotor que tiene en ello el imperialismo yanqui. Salvo en Venezuela -que como Venceremos consideramos que no es asimilable al resto de las experiencias “progresistas” a pesar de que a menudo sean vistas o incluso autoidentificadas como parte de lo mismo- los progresismos en el poder ceden, negocian, ante los embates del liberalismo y el fascismo. En los momentos claves de ese asedio, no se apuesta a la movilización en clave de confrontación, a nada que pueda conducir al desarrollo de poder popular.

La agudización de la confrontación de clases se expresa en la radicalización fascista. Lo que ocurre en Chile, en Ecuador, en Colombia es muy claro. Pero también, el propio éxito desmovilizador del progresismo hace que estas otras expresiones de la política burguesa sean menos tolerantes con esos gobiernos. Las quejas de que “la levantaron en pala” y desestabilizan que realizaba Cristina Kirchner señalan un hecho cierto. Mientras el temor a lo que todas las tendencias burguesas conceptualizan como “el infierno del 2001” estaba a la orden del día, la tolerancia hacia las (exiguas) concesiones era mayor que cuando ese horizonte de disrupción se hizo más lejano.

La base de las coincidencias políticas entre estas diversas tendencias tiene su base material en la consideración de que el capitalismo está fuera de discusión. La defensa del extractivismo y la persecución a quienes se oponen es un elemento irrefutable. Sí hay disputas en cuanto a los grados de control estatal de esos proyectos, o de con qué imperialismo se entablan mayores lazos, pero el extractivismo y toda su fundamentación ideológica de “modernidad” y “progreso” constituyen lo que se puede llamar el “consenso extractivista”.

La subordinación al imperialismo es otro de los puntos base sobre el que efectivamente se despliegan disputas en cuanto a qué alianzas jerarquizar, qué forma de subordinación (rastrera o con algún gesto de soberanía). Pero la construcción de un “consenso pagador” respecto de los organismos internacionales es también irrefutable. De igual manera, la subordinación en cuestiones de represión (fuerzas armadas, policiales, legislación, etc.) al imperialismo yanqui sigue vigente en América Latina a pesar de la disputa económica que otras potencias como China pueden desplegar hoy.

La oposición de derecha a los gobiernos progresistas avanza sobre banderas y métodos que fueron propios de nuestra clase. La acción directa, la impugnación a las instituciones, los bloqueos, cortes de rutas, escraches, etc. Ante ellos, el progresismo se espanta, los condena “moralmente”, pero no pasa de allí. Lamentablemente, hay que reconocer que buena parte de la izquierda orgánica tampoco va más allá.

Si lo dicho hasta aquí es una visión desde los procesos que tuvieron gobiernos progresistas, es claro que eso no da cuenta de toda la realidad. Los gobiernos liberales tienen formas de ejercicio del poder mucho más violentas. Ni hablar de gobiernos abiertamente fascistas como los de Colombia o Bolsonaro. Sin duda, eso se traduce en peores condiciones de vida y organización legal o amplia de las mayorías, pero también contradictoriamente, y las rebeliones en curso lo muestran, obligan a desplegar una capacidad de confrontación y de confiar en las propias fuerzas (y no en el estado).

Por supuesto, no debemos generalizar, ya que también el terrorismo en determinadas condiciones genera desmovilización duradera. Asimismo, las condiciones extremas de dominación de clase hacen que variantes progresistas sean vistas por algunos sectores como el objetivo hacia el cual debe ordenarse el movimiento popular. La idea de que la meta es “un segundo ciclo progresista” a partir de Alberto Fernández, AMLO en México, un muy probable nuevo mandato de Lula, enlazando con Pedro Castillo en Perú (que representa un proceso popular diferente y más profundo), y las eventuales presidencias de Petro en Colombia, de Boric en Chile, Lugo en Paraguay, etc.

Algunas coordenadas para nuestrapolítica internacional

Arrancábamos este documento sosteniendo la falta de una alternativa revolucionaria, socialista, feminista, antiimperialista, antirracista, anticolonial, a nivel de masas. Incluso entre las organizaciones que nos reivindicamos revolucionarias lejos estamos de tener una perspectiva común acerca de las tareas, métodos, consignas, etc.

La mayoría de las coordinaciones continentales que existen están, en algunos casos, directamente vinculadas a las relaciones interestatales, tienen una orientación abiertamente orientada hacia el progresismo o reformismo, aunque en esas plataformas también participen organizaciones de intención revolucionaria. Existen algunas coordinaciones de sectores que en principio son más radicalizados aunque no tienen por inserción e incidencia un peso considerable en las realidades nacionales ni a nivel regional.

Existe un grado de dispersión que no se puede reducir a la falta de voluntad o de visión de las organizaciones. A fines de la década de 1960 les revolucionaries reconocían que no era replicable el modelo de las Internacionales entendidas como “la” dirección de los partidos y movimientos nacionales. La Intervención del Che en la Tricontinental apostaba a coordinaciones sin la hegemonía de un partido u movimiento, en general asentado en países en los que el socialismo estaba más desarrollado (Alemania en la II Internacional, Rusia en la III Internacional, luego los alineamientos “prochinos”, “proalbanos”, etc.). Hacía la crítica el Che de cómo las razones de esos estados, aun cuando fueran revolucionarios, llevaban a escatimar el apoyo a la lucha revolucionaria, como la de Vietnam. La consigna de crear uno, dos o tres Vietnam también cuestionaba la noción de que el internacionalismo significaba la solidaridad hacia los estados obreros. Por el contrario, decía Guevara, la mejor solidaridad era desarrollar la revolución en todos los territorios donde fuera posible.

La Junta de Coordinación Revolucionaria (PRT – ERP de Argentina, MIR de Chile, MLN Tupamaros de Uruguay y el ELN de Bolivia) surgió sobre esa concepción, y aunque sin duda el peso relativo de las cuatro organizaciones no era el mismo a partir del desarrollo desigual que tenían, la noción de coordinación expresaba la convicción de que el desarrollo revolucionario no debía supeditarse a las necesidades de uno de esos procesos.

La realidad actual es, por todo lo que venimos diciendo, muy diferente. Organizaciones y movimientos que nos encontramos en las mismas trincheras y con las mismas banderas no acordamos en muchas cosas. Por ejemplo, en el tipo de organización (partido, movimiento, partido – movimiento… ), en la caracterización de otros procesos (por ejemplo, Venezuela,

Chiapas, Irán, Siria, Kurdistán, y la lista sigue…), en la tradición política e ideológica que reivindicamos, en cómo consideramos la relación entre las calles y lo institucional.

Si extendemos este análisis a la realidad nacional y a la multiplicidad de organizaciones que se acrecientan por las numerosas rupturas (incluidas las nuestras) en esta etapa de crisis, de parteaguas, la extrema diversidad es clara. No es a los fines de promover la desmoralización ni mucho menos. Consideramos que es parte de la realidad esa diversidad. Y es a partir de reconocer su existencia que tenemos la tarea de estrechar lazos y construir instancias de coordinación. Allí, en el trabajo y la lucha común habrá que ir determinando cuáles son las diferencias que persisten y cuáles fueron saldadas por una práctica común. Probablemente, la presente etapa de agudización de las luchas dé lugar (quizás ya lo esté haciendo y no llegamos a captarlo) a nuevas formas de articulación. No va a ser posible “resolver” esas diferencias por fuera de los procesos de lucha. La propia forma que ha adoptado el capital en esta etapa y sus correlatos en las formas de organización, de subjetividad, etc., hacen que no sea muy poco probable que se dé un “crisol” de corrientes. También debemos dejar de buscar “EL” modelo;

No vamos a encontrar “el” partido o “el proceso” que nos resuelva el conjunto de problemas que venimos analizando a partir de darnos el modelo a seguir.

Por supuesto, hay que construir unidad, pero unidad en la diversidad. Una unidad que requiere de praxis común antes que de documentos ambiciosos que luego no tienen correlato práctico.

Creemos que el formato del movimiento anti globalización o de movimientos con poca estructura o centralización orgánica, pero claridad de programa y de práctica, como han existido y existen en nuestro continente, responde de forma más adecuada a la realidad presente. Y decimos que responde de forma más adecuada porque permite avanzar en niveles de unidad. Si nos proponemos conformación de Internacionales o incluso de JCR en este contexto, con las limitaciones generales y las nuestras propias, seguramente no vamos prosperar. O vamos a construir unidades efímeras que se rompen cuando los desacuerdos preexistentes afloren.

En la medida en que busquemos encontrarnos en las luchas, que vayamos profundizando el conocimiento mutuo, que compartamos discusiones y que podamos asumir que hay puntos de acuerdo y de desacuerdo, podremos aumentar nuestra capacidad de acción conjunta. Quizás no sean articulaciones permanentes. Probablemente, no sean en un comienzo “estratégicas” sino sobre una serie acotada pero potente de puntos de coincidencia: el poder del pueblo, la lucha de calles, el derecho a la autodefensa, la hermandad entre pueblos, el antiextractivismo, el antiimperialismo, feminismo revolucionario y de clase, anticolonialismo consecuente (es decir, incluyendo el derecho a la autodeterminación y a la restitución de tierras), en fin, una serie de puntos que no resuelve ni el tipo de organización, ni la historia y tradiciones que reivindicamos, ni la caracterización de otros procesos. Pero es sobre la práctica en común, que las caracterizaciones adquieren materialidad.

Si hoy no es posible reunir en una orgánica común a las expresiones organizativas más avanzadas de las rebeliones, tenemos que empezar por profundizar todos los lazos posibles y promover el conocimiento y el intercambio mutuo. Incluso, y no es menor, el conocimiento mutuo, como forma de ir creando esas “cadenas de afectos” que cimientan el internacionalismo.