EL RETORNO DE LOS BRUJOS - Jorge Zabalza

 A Juan Carlos “Pocho” Hornos.

EL RETORNO DE LOS BRUJOS



El rumor venía de la Avenida Paulista, fue trepando paredes arriba el Instituto del

Cáncer del Estado de San Pablo (ICESP) y, finalmente, sacudió la salita de cuidados

intermedios. Al entreabrir Veronika el ventanal, los pasos y las voces se hicieron

tromba ensordecedora, amenazaban voltear árboles, destruir edificios e inundar las

calles. Un huracán social y político.

Frente a la camilla, el televisor pasaba revista a las pancartas, unas exigían el

impeachment de Dilma, otras acusaban de corrupción a Lula y su Partido dos

Trabalhadores, pero la cámara se detenía, con deleite, en aquellos caminantes que

pedían un golpe militar. El fenómeno se reprodujo en 150 ciudades del Brasil. Era el

“retorno de los brujos”, ensayo de Jacques Bergier, uno de mis favoritos en la cárcel de

Punta Carretas.

En su mayoría lucían piel y rasgos blancos, pero, como decía Pedro Archanjo, eso no

quiere decir nada en Brasil, donde la “pureza de sangre” es un absurdo genético. Es

cierto que los invasores europeos deseaban preservar la palidez de sus pieles y

levantaron barreras para aislarse de las oscuras. Sin embargo, la supremacía blanca

que bajó de los barcos, murió en las noches de cama tropical y terminó en infecundo

onanismo ideológico. Los colores oscuros son los dominantes en la actual lndoamérica,

Mestiza y Colonizada.

En función del lente que medía, el conteo de los manifestantes variaba de uno a más

de dos millones de personas. Marchaban por la Paulista ciudadanos de clase media

para arriba: las tres cuartas partes con estudios universitarios y más del 80% habían

votado a Aecio Neves en el 2014. Estaba presente todo el espectro que va del centro a

la extrema derecha, el que sostiene los negocios de los dueños de Brasil, o sea, en

lenguaje más prosaico, los mayordomos y el personal de servicio que, en territorio

brasilero, vigilan la reproducción del capital mundializado. Era un uppercut de derecha,

directo al mentón.

Dilma

A Dilma Rouseff la sometieron al “pau de arará” y otras ingeniosas formas de torturar

que usaron los militares brasileros, ingeniosos innovadores en la materia. Una vez

salida de la cárcel se licenció en economía, enterró sus rencores y se fue

desprendiendo de su pasado guerrillero. Amnistiada por la dictadura, apretó el botón de

reinicio y se incorporó al laborismo de Brizzola, otra víctima del militarismo. En los ’90

integró su gabinete en Río Grande do Sul. Primeros pasitos por los senderos

institucionales, aquellos que había desechado en los sesenta.

Una década más tarde, Dilma se sumó al Partido dos Trabalhadores, que había

irrumpido con fuerza en el escenario político de Brasil. Integró el primer gobierno de

Lula Da Silva (2003) en la gestión de Petrobras y Electrobras. Pudo sortear indemne el

“mensalao”, o sea, las denuncias sobre las “mensualidades” que recibían los

parlamentarios opositores para levantar la mano a favor del gobierno. El escándalo

había involucrado los cuadros del Partido de los Trabajadores (PT), especialmente a


José Dirceu y Antonio Palocci, dos posibles herederos de la corona encarcelados por

corrupción. No corromperse fue la proeza que fortaleció la imagen pública de Roussef y

la impulsó electoralmente.

Lula

Lula había sido derrotado por Collor de Melo en 1989 y, en las dos elecciones

siguientes, le ganó Fernando Henrique Cardozo. Para salir de perdedor creyó

necesario buscar aliados en la derecha para cambiar la correlación entre los partidos.

En las negociaciones terminó de candidato a la vicepresidencia José Alencar, ligado a

las organizaciones empresariales y muy liberal. Al mismo tiempo, Lula designó ministro

de economía a Henrique Meirelles, otro liberal, que estaba ejerciendo la presidencia del

Banco de Boston de los EE. UU. Alencar y Meirelles ofrecían garantías de moderación

en la política económica de un posible gobierno de Lula. Fueron designaciones

definitorias, marcaron el comienzo del cambio ideológico del Partido de los

Trabalhadores, el abandono de la marcha hacia la tierra prometida por la izquierda:

superar y transformar el capitalismo.

La fortaleza del Partido dos Trabalhadores radicaba en sus bases populares, en los

millones de víctimas del Brasil colonizado, cuya necesidad de justicia social era mucho

más que un vano discurso electoral: la necesidad de transformar la sociedad surgía de

su forma de existir. Lula cambió la perspectiva transformadora y se aboco a solucionar

el estado de emergencia que vivía el pueblo brasilero. Por consiguiente, desde que

llegó al gobierno implementó políticas dirigidas al crecimiento del poder adquisitivo del

salario y a empujar los sectores marginados y excluidos por encima de la línea de

pobreza.

Lula designó a Dilma como jefa de gabinete en lugar del defenestrado Dirceu. Quedó

identificada con el plan “fome zero”. Fue la “madre del PAC”, el Programa de

Aceleración del Crecimiento: los fondos públicos aportarían 250 millones de dólares

para incentivar las inversiones privadas en un plan de obras de infraestructura: rutas,

saneamiento, puertos, vías ferroviarias y un largo etcétera. También gestionó el

programa “Mi Casa, Mi Vida”, que prometió subvencionar la construcción de hasta 3

millones y medio de viviendas para sectores de bajos y muy bajos recursos. Decía

Dilma, “cuando uno construye una casa, un conjunto residencial, se necesita ladrillos,

arena, cemento, aluminio…quien produjo esos materiales contrató a personas, creó

puestos de trabajo, pagó sueldos, se generó ingresos e hizo girar la rueda de la

economía” … la rueda que genera plusvalor para el capital.

Los límites

El Partido dos Trabalhadores sacó de la invisibilidad la pobreza. Se propusieron una

serie de reformas para erradicarla, pero, por supuesto, para evitar fricciones con los

aliados, sin tocar el carácter capitalista de la sociedad. Capitalismo sin pobreza es la

expresión que resume la concepción progresista, pero, al mismo tiempo, es un

contrasentido absoluto: mientras continúe reproduciéndose el capital, se mantiene la

línea de producción de la pobreza, la exclusión y la marginación.


Al proteger la tasa de rentabilidad, pagar puntillosamente la deuda externa y favorecer

las inversiones multinacionales, el progresismo se hunde en la ciénaga del

conservadurismo. Hace soñar con una sociedad justa y libre, todas y todos iguales,

pero no se atreve a impedir que unos pocos devoren al resto de la población. El

discurso liberal encubierto que hace el progresismo se limita, en última instancia,

a indicar a los lobos cómo y dónde comerse mejor las ovejitas. Imposible eliminar la

pobreza y la desigualdad sin transformar el modo de producir. Hete acá el freno al

impulso de los progresistas.

Gracias a la moderación y el pragmatismo que le exigían sus aliados, Lula accedió al

gobierno, pero no pudo escapar del laberinto en que se había metido. Abandonó el

reclamo de expropiar latifundios y transferir al Estado la propiedad de las tierras, para

ocupar una silla en la mesa del agronegocio. De la crítica al pago de los servicios de la

deuda externa, pasó a privilegiar los intereses de los acreedores internacionales por

encima de cualquier consideración social. Colocó un techo político al asistencialismo

social: no podía lesionar los intereses de los inversores extranjeros, ni de los dueños

criollos de las tierras, las industrias y el capital bancario. El gobierno de Lula fue, de

cierta manera y en cierto grado, continuación del modelo desarrollista de Fernando

Henrique Cardoso. Lula terminó siendo un operador del proceso de concentración del

capital a nivel mundial.

Teniendo la posibilidad de intentar la superación del capitalismo, Lula marchó en

dirección opuesta, la de financiar las empresas y los bancos privados desde el Estado,

para poner en marcha los “motores del desarrollo económico”, es decir, la reproducción

ampliada del capital. Por otra parte, sus medidas de asistencialismo social ampliaron,

de hecho, la base del consumo de bienes, otra forma de asegurar la rentabilidad de los

capitales. Las reformas de Lula se inscribían en el marco de la economía política

capitalista, abandonó la perspectiva teórica de la transformación revolucionaria de la

sociedad, su pecado juvenil.

Los burgueses parisinos del siglo XVIII no inventaron la república democrática para

acabar con el capitalismo que, de hecho, todavía no había superado sus estadios más

primitivos. Faltaba mucho genocidio, mucha esclavitud y mucha rapiña para que

capitalismo pasara de la reproducción simple a la reproducción ampliada. En realidad,

la posibilidad de elegir representantes parlamentarios fue un privilegio censitario,

reservado a los burgueses, y no a todos ellos. Un derecho prohibido a los “sin

propiedad”, la forma política de impedir que las masas irredentas pasaran por arriba la

revolución burguesa, como ya habían hecho con el poder feudal.

En definitiva, en la eterna batalla de ideas entre la conservación de sistema y los que

se proponen transformarlo, los progresismos desarrollan una versión encubierta del

pensamiento liberal. Más sensible con las víctimas, es cierto, pero, en definitiva, tan

neoliberal como la de los “chicago boys”. Parecen haber venido al mundo para ayudar

a soportar penurias, una rueda de auxilio de las religiones.

La finalidad “sesentista” de las izquierdas revolucionarias, la lucha por una sociedad sin

clases y sin Estado, la sustituyeron con la fantasía de humanizar las consecuencias

sociales de la opresión y la explotación. Una imitación indoamericana de la

socialdemocracia y el eurocomunismo: trepados a una especie de mirador, critican las

aristas más feas y violentas de la opresión, pero las mantienen vivas. Una especie de

“bonapartismo de izquierda”.


Primera mujer presidenta

Inmersa y condicionada por esa atmósfera de regresión, Dilma, la exguerrillera, arrojó

al basurero los manuales estalinistas que, con menos de 18 años, había memorizado

en “Política Obrera”. No dejó vacío el espacio dedicado a los dogmas, sino que, por el

contrario, los rellenó con preceptos liberales, aprendió a pensar y sentir con las reglas

que le permitieron navegar en la república parlamentaria. La aureola del regreso al redil

favoreció su ascenso a la presidencia de Brasil. Dilma es un ejemplo paradigmático del

transformismo ideológico y político.

Fue en esos años que se descubrieron gigantescas reservas de petróleo en las costas

del puerto de Santos. En consecuencia, Brasil ascendió a los primeros lugares entre las

potencias petroleras, fenómeno que despertó euforia nacionalista. Lula usufructuó el

afortunado descubrimiento que también jugó a favor de su jefa de gabinete. En octubre

del 2010, Rousseff fue la primera mujer electa presidenta de Brasil.

Al poco tiempo convocó una Comisión para la Verdad, hecho que provocó expectativas

en el movimiento de derechos humanos. En diciembre de 2014 se la vio llorar al recibir

el informe sobre los crímenes cometidos por los militares. Nada hizo, sin embargo, para

anular la ley que en 1979 amnistió a los culpables. Arrogándose, de hecho, la

representación de todas las víctimas consolidó la impunidad de los victimarios. El

manto de olvido continuó cubriendo las verdades ocultas. El Partido dos Trabalhadores,

Lula y Dilma atravesaron un puente que les exigieron atravesar.

Rousseff se había comprometido con una seguidilla de espectáculos estelares: la copa

de las confederaciones (2013), el mundial del 2014 y las olimpíadas en 2016. Quería

aprovechar la pasión deportiva, para juntar los votos necesarios para ser reelecta. El

gasto público requerido para reacondicionar estadios y construir la ciudad deportiva

anduvo por los 11.000 millones de dólares. La cifra competía forzosamente con el

gasto social del Estado. Se volvió intolerable. Además, la gente sospechaba, con

fundamento, que altos funcionarios eran cómplices en negociados con los empresarios

que construían la infraestructura.

El 7 de setiembre del 2011, al grito de “paren de robar”, salieron a la calle algunos

miles de “indignados”. Fue el arranque de otro ciclo de intensa movilización popular

contra el gobierno, pero, no necesariamente contra Dilma, embarcada en la llamada

“operación limpieza” de los altos cargos. De todas maneras, no pudo evitar la

indignación genérica, que la acompañó hasta que fue destituida. Su talón de Aquiles

fue el fútbol, rasgo identitario del Brasil.

El 16 de junio del 2013, en el partido inaugural de la copa de las confederaciones, otros

miles manifestaron en las puertas del Maracaná, que había sido remozado al costo de

500 millones de dólares. La policía progresista los disolvió con balas de goma y gases

lacrimógenos. Hubo protestas en todo Brasil. Desencantados, los brasileros gritaban

contra el aumento del transporte público, de las tarifas y del costo de vida en general,

contra la represión progresista.

Para peor, sin nada de inocencia, el juez Moro les tiró encima la Operación Lava Jato.

Quedaron sospechados de corrupción Lula y otras figuras de relieve. Según varias

encuestadoras, luego del operativo, las simpatías hacia Dilma cayeron hasta un mísero

7%. Por izquierda y por derecha, los indignados no cejaron en su movilización en el


2014. Desencanto y protestas, sin embargo, no impidieron que, a finales de año, Dilma

fuera reelecta en el ballotage derrotando, aunque por muy escaso margen, a su rival

Aecio Neves, un liberal puro y duro. El electorado brasilero quedó dividido

prácticamente en dos mitades, a favor y en contra del Partido dos Trabalhadores. Era

el fracaso de la estrategia electoral para los cambios. La desilusión cundió en la

militancia “petista”.

Dos días antes que la derecha tronara en la Paulista, la CUT y otras organizaciones

sociales convocaron una concentración masiva en respaldo de Dilma. La indiferencia

fue el síntoma más grave de las varias enfermedades que aquejaban al progresismo.

Parecía agotado su poder de convocatoria. Las calles quedaron libres para la derecha.

Las alianzas posibilitaron tres victorias electorales, pero a la larga fortalecieron a las

élites en la misma medida que debilitaron el movimiento popular. El fenómeno no fue

tenido en cuenta por los progresistas, que continuaron a paso cansino, camino al

precipicio. La mesa estaba servida y los comensales con mucho apetito.

Desacumulación

Dilma designó ministro de economía a Joaquim Levy, presidente hasta entonces de

BRADESCO, uno de los bancos más poderosos de Brasil. Toda una definición política

e ideológica. A poco comenzado su mandato, con un decreto presidencial, Dilma

recortó el presupuesto en 26.000 millones de dólares. Su mayor preocupación parecían

ser las cifras negativas del déficit fiscal y la opinión de las calificadoras de riesgo. La

macroeconomía, una abstracción, en última instancia, le importaba más que la

microeconomía, muy concreta, la del bolsillo popular.

El recorte fiscal fue un tiro en el pie. Los movimientos sociales dejaron de sentir suyo el

gobierno, que quedó prisionero de la negociación con los delincuentes que eran sus

aliados electorales. Prosternarse no había sido suficiente. No le perdonaban sus

pecados juveniles. La gesta guerrillera se negaba a soltarla, sobrevolaba en cada

actitud, gesto o discurso suyo. Por otra parte, a los poderes les interesaba mantener

vivo su pasado de enemiga de la república. Era el flanco más débil, el que golpearon

sin piedad. La sometieron a insultos y presiones: en su discurso a favor de la

destitución, Jair Bolsonaro se deleitó elogiando los verdugos y felicitó al coronel

Brilhante Ustra, el torturador de Dilma.

Vicepresidente de la república y aliado mayor del Partido dos Trabalhadores, Michel

Temer lo hirió con puñalada trapera. Apenas pasado un año de la marcha por la

Paulista, Temer encabezó la coalición de senadores, un 60% del total, que destituyeron

a Dilma. Se apuró a ocupar el vacío presidencial. Al quitar de en medio los

amortiguadores progresistas, poder y gobierno quedaron en manos de sus únicos

dueños que, al toque, se arrojaron a saco sobre la masa salarial. Fue un golpe de

Estado contra el pueblo trabajador.

Un golpe dado en el parlamento, por acuerdo entre la derecha liberal y los devotos del

terrorismo de estado. Las fuerzas armadas no tuvieron necesidad de intervenir, ni de

disolver las cámaras y florearse sable en mano. Bastó con distorsionar los mecanismos

constitucionales y legales de la república democrática, esos que enmascaran la

violencia cotidiana de la opresión. Aplicaron técnicas siglo XXI para el golpe de Estado,

las que sustituyeron las de Curzio Malaparte y la Escuela de las Américas.


Para difundir viejas triquiñuelas semánticas contaron con el auxilio del juez Moro y de

“O Globo”, que hicieron ver un acto de justicia en el golpe. Otra era la realidad: no

necesitaban más la amortiguación de Lula y Dilma y los despidieron sin indemnización.

La opinión pública se corrió a la derecha, acompañando los medios de comunicación y

a los parlamentarios y, finalmente, una clara mayoría electoral eligió presidente a Jair

Bolsonaro el 28 de octubre del 2018. Durante sus siete periodos como diputado, había

exhibido públicamente sus ideas. Nadie podía ignorar que reivindicaba la dictadura

militar, que insistía en considerar instrumentos legítimos la tortura y las desapariciones

forzosas. Los casi 58 millones que lo votaron conocían su perfil.

Fueron 15 años de gobierno del Partido de los Trabalhadores. Un plazo harto

prolongado para que las mayorías comprendieran los beneficios de las políticas del

progresismo, para que rechazaran visceralmente el militarismo. Ello no ocurrió. Lula no

logró que sintieran el mismo “no va más” que puso fin a la dictadura. En cambio, al

parecer, la moderación y el pragmatismo nublaron el horizonte y ablandaron la estaca,

debilitaron los ánimos. La adopción de ideas liberales creó mucha confusión y ayudó el

ausentismo en las calles. Se desacumuló lo acumulado en la lucha contra la dictadura,

la regresión ideológica facilitó el retorno de los brujos.

Acumulación

La victoria electoral de Bolsonaro inició un proceso de acumulación de fuerzas en torno

a las ideas, valores y concepciones del partido militar. El militarismo lanzado a la

conquista de la hegemonía. Su propósito declarado es suprimir el “marxismo cultural”

que, según ellos, domina las organizaciones populares, la educación y otros aspectos

de la vida social. No se salva ni la izquierda vestida de seda.

Su ideal es el Estado-Cuartel, la sociedad sometida al ordeno y mando, a una rigurosa

disciplina militar. Quieren hacer del Brasil un país “ordenadito”, socialmente estático,

sin lucha social, sin feminismos y, mucho menos, con LGTB movilizado. Para adocenar

revoltosos, Bolsonaro promueve la pena de muerte y el derecho de los terratenientes a

usar las armas contra los sin tierra.

Cuatro décadas pasaron desde que los pueblos se cansaron de obedecer órdenes sin

sentido y empujaron la retirada de las dictaduras. Tiempo suficiente para que el partido

militar revisara y corrigiera su modo brutal de hacer política. Aprendió a moverse con

modales políticamente correctos. Ahora se limitan a exhibir sus armas sin dispararlas o,

por lo menos, sin usar el poder fuego como en los ‘60. Atemorizan con la memoria de la

barbarie y la impunidad actual.

¿Bolsonaro dice y hace cosas de energúmeno? Por supuesto, pero ¿cómo se

caracterizaba a Mussolini o a Hitler? Los disparates de Bolsonaro, repetidos hasta el

cansancio, van anestesiando sensibilidades, acostumbran los oídos a los diez

mandamientos del militarismo, arrean la opinión hacia el horizonte reaccionario. Es la

estrategia de Goering.

No solamente acumulan en el plano de las ideas, lo hacen en músculo contante y

sonante. Veintidós militares integran el gabinete ministerial de Bolsonaro. Además, en

el 2020, 6.157 oficiales desempeñaban funciones en la gestión de gobierno, muchísimo

más que los 2.765 del 2018, el año de Temer. Más aún que los que ocuparon cargos


estatales en la dictadura. Son cifras que cuantifican su dominio del militarismo sobre el

aparato del Estado.

En los últimos días, tanquetas y carros de combate desfilaron por Brasilia y entregaron

a Bolsonaro una invitación a sus maniobras militares. El presidente los esperaba junto

a los tres comandantes en jefe de las fuerzas armadas. Simbolismo puro. En

Indoamérica, pero, especialmente en Brasil, el partido civil del “orden” está abrazado y

confundido con el partido militar.

En Brasil las milicias son parapoliciales. No obedecen la cadena de mando. Las

integran soldados, policías y bomberos, retirados y en servicio. Actúan con autonomía,

se auto financian con negocios inmobiliarios, venta de seguridad y hasta de energía

eléctrica. Controlan alrededor de 100 favelas. Constituyen una especie de extensión

irregular del Estado. Han sido reiteradamente denunciadas y probadas sus

vinculaciones políticas y financieras con el clan Bolsonaro. Es su fuerza de choque, la

que está bajo sospecha en el asesinato de Mireille Franco.

Los motoqueros son otro círculo concéntrico del apoyo organizado al golpismo.

Bolsonaro encabezó varias de sus demostraciones. No usan camisas pardas ni negras,

pero se parecen demasiado a aquellos que metían miedo en la Alemania de Hitler o en

la España de Franco. Son la fuerza de choque del militarismo.

Bertolt Brecht

En la misma medida que atemoriza, el disparatero bolsonarista cosecha repudios:

hasta “O Globo” y el juez Moro tomaron distancia. Las multitudes que desfilan por la

Paulista ahora son pueblo en movimiento y exigen que se vaya Bolsonaro. Más por

rechazo al energúmeno que por virtudes propias, Lula da Silva puede ser el próximo

presidente. Llegará embanderado con las mismas reformas de antes, meros parches a

la situación de los menesterosos, nada de transformaciones de fondo. El desenlace de

esta segunda oportunidad ¿será el mismo que en la primera? ¿otra vez el freno

ideológico y la alternancia electoral?

El Partido dos Trabalhadores deberá enfrentar las fuerzas acumuladas por el

militarismo organizado. Situación parecida vive Pedro Castillo en Perú. El grado de

“contundencia” del partido militar brasilero no lo registran las encuestas de opinión

pública. Tampoco está registrada la anuencia ideológica del Departamento de Estado,

cuya mira apunta a Iberoamérica para competir con China. Son fuerzas suficientes para

provocar y obligar resistencias populares, como las de Chile y Colombia.

La antesala de los golpes de Estado en Indoamérica fueron los atentados de grupos

fascistas organizados. Ahora, el bolsonarismo, el fujimorismo y el uribismo cuentan con

una capacidad de acción mucho mayor que la de aquellos grupos de los ‘50. Las

circunstancias parecen ser más graves que las del siglo pasado.

Por supuesto, las similitudes del proceso en Brasil con otros de Iberoamérica son pura

casualidad. Con Uruguay, en particular, donde reina una “democracia de altísima

calidad”, según afirman los poetas de la politología. Sin embargo, como ya sucedió con

harta frecuencia, cuando Brasil traza una senda, se oscurece la bola de cristal de las

ciencias políticas institucionalizadas y el futuro se decide en los casinos de oficiales. Un

análisis fino de la coyuntura uruguaya necesariamente debe considerar la sombra

amenazante de la fuerza paraestatal organizada en Brasil.


El retorno de los brujos trasciende fronteras, contagia reaccionarios en toda

Indoamérica, particularmente en los centros militares. La impunidad y los pactos de

silencio entre civiles y militares dan solidez al discurso tóxico, patriotero y antipopular

que antecede a la guerra que vendrá. Hacen mal los progresismos en olvidar el poema

de Bertolt Brecht, el que desoyeron sus contemporáneos…y así les fue.

Todo parece indicar que amanece un nuevo 1968, con el arriba apretando tuercas y el

abajo sin muchas alternativas, empujado a ocupar plazas y avenidas, el territorio de su

libertad. El 22 de marzo de 1963, un lustro antes del ’68, Raúl Sendic Antonaccio

pronosticaba en el semanario “El Sol”: “Hoy día podría dar más garantías individuales

un revólver bien cargado que toda las Constitución de la República y las leyes que

consagran derechos justos. Esto debemos entenderlo antes que sea tarde.”

Jorge Zabalza

No hay comentarios:

Publicar un comentario