A Juan Carlos “Pocho” Hornos.
EL RETORNO DE LOS BRUJOS
El rumor venía de la Avenida Paulista, fue trepando paredes arriba el Instituto del
Cáncer del Estado de San Pablo (ICESP) y, finalmente, sacudió la salita de cuidados
intermedios. Al entreabrir Veronika el ventanal, los pasos y las voces se hicieron
tromba ensordecedora, amenazaban voltear árboles, destruir edificios e inundar las
calles. Un huracán social y político.
Frente a la camilla, el televisor pasaba revista a las pancartas, unas exigían el
impeachment de Dilma, otras acusaban de corrupción a Lula y su Partido dos
Trabalhadores, pero la cámara se detenía, con deleite, en aquellos caminantes que
pedían un golpe militar. El fenómeno se reprodujo en 150 ciudades del Brasil. Era el
“retorno de los brujos”, ensayo de Jacques Bergier, uno de mis favoritos en la cárcel de
Punta Carretas.
En su mayoría lucían piel y rasgos blancos, pero, como decía Pedro Archanjo, eso no
quiere decir nada en Brasil, donde la “pureza de sangre” es un absurdo genético. Es
cierto que los invasores europeos deseaban preservar la palidez de sus pieles y
levantaron barreras para aislarse de las oscuras. Sin embargo, la supremacía blanca
que bajó de los barcos, murió en las noches de cama tropical y terminó en infecundo
onanismo ideológico. Los colores oscuros son los dominantes en la actual lndoamérica,
Mestiza y Colonizada.
En función del lente que medía, el conteo de los manifestantes variaba de uno a más
de dos millones de personas. Marchaban por la Paulista ciudadanos de clase media
para arriba: las tres cuartas partes con estudios universitarios y más del 80% habían
votado a Aecio Neves en el 2014. Estaba presente todo el espectro que va del centro a
la extrema derecha, el que sostiene los negocios de los dueños de Brasil, o sea, en
lenguaje más prosaico, los mayordomos y el personal de servicio que, en territorio
brasilero, vigilan la reproducción del capital mundializado. Era un uppercut de derecha,
directo al mentón.
Dilma
A Dilma Rouseff la sometieron al “pau de arará” y otras ingeniosas formas de torturar
que usaron los militares brasileros, ingeniosos innovadores en la materia. Una vez
salida de la cárcel se licenció en economía, enterró sus rencores y se fue
desprendiendo de su pasado guerrillero. Amnistiada por la dictadura, apretó el botón de
reinicio y se incorporó al laborismo de Brizzola, otra víctima del militarismo. En los ’90
integró su gabinete en Río Grande do Sul. Primeros pasitos por los senderos
institucionales, aquellos que había desechado en los sesenta.
Una década más tarde, Dilma se sumó al Partido dos Trabalhadores, que había
irrumpido con fuerza en el escenario político de Brasil. Integró el primer gobierno de
Lula Da Silva (2003) en la gestión de Petrobras y Electrobras. Pudo sortear indemne el
“mensalao”, o sea, las denuncias sobre las “mensualidades” que recibían los
parlamentarios opositores para levantar la mano a favor del gobierno. El escándalo
había involucrado los cuadros del Partido de los Trabajadores (PT), especialmente a
José Dirceu y Antonio Palocci, dos posibles herederos de la corona encarcelados por
corrupción. No corromperse fue la proeza que fortaleció la imagen pública de Roussef y
la impulsó electoralmente.
Lula
Lula había sido derrotado por Collor de Melo en 1989 y, en las dos elecciones
siguientes, le ganó Fernando Henrique Cardozo. Para salir de perdedor creyó
necesario buscar aliados en la derecha para cambiar la correlación entre los partidos.
En las negociaciones terminó de candidato a la vicepresidencia José Alencar, ligado a
las organizaciones empresariales y muy liberal. Al mismo tiempo, Lula designó ministro
de economía a Henrique Meirelles, otro liberal, que estaba ejerciendo la presidencia del
Banco de Boston de los EE. UU. Alencar y Meirelles ofrecían garantías de moderación
en la política económica de un posible gobierno de Lula. Fueron designaciones
definitorias, marcaron el comienzo del cambio ideológico del Partido de los
Trabalhadores, el abandono de la marcha hacia la tierra prometida por la izquierda:
superar y transformar el capitalismo.
La fortaleza del Partido dos Trabalhadores radicaba en sus bases populares, en los
millones de víctimas del Brasil colonizado, cuya necesidad de justicia social era mucho
más que un vano discurso electoral: la necesidad de transformar la sociedad surgía de
su forma de existir. Lula cambió la perspectiva transformadora y se aboco a solucionar
el estado de emergencia que vivía el pueblo brasilero. Por consiguiente, desde que
llegó al gobierno implementó políticas dirigidas al crecimiento del poder adquisitivo del
salario y a empujar los sectores marginados y excluidos por encima de la línea de
pobreza.
Lula designó a Dilma como jefa de gabinete en lugar del defenestrado Dirceu. Quedó
identificada con el plan “fome zero”. Fue la “madre del PAC”, el Programa de
Aceleración del Crecimiento: los fondos públicos aportarían 250 millones de dólares
para incentivar las inversiones privadas en un plan de obras de infraestructura: rutas,
saneamiento, puertos, vías ferroviarias y un largo etcétera. También gestionó el
programa “Mi Casa, Mi Vida”, que prometió subvencionar la construcción de hasta 3
millones y medio de viviendas para sectores de bajos y muy bajos recursos. Decía
Dilma, “cuando uno construye una casa, un conjunto residencial, se necesita ladrillos,
arena, cemento, aluminio…quien produjo esos materiales contrató a personas, creó
puestos de trabajo, pagó sueldos, se generó ingresos e hizo girar la rueda de la
economía” … la rueda que genera plusvalor para el capital.
Los límites
El Partido dos Trabalhadores sacó de la invisibilidad la pobreza. Se propusieron una
serie de reformas para erradicarla, pero, por supuesto, para evitar fricciones con los
aliados, sin tocar el carácter capitalista de la sociedad. Capitalismo sin pobreza es la
expresión que resume la concepción progresista, pero, al mismo tiempo, es un
contrasentido absoluto: mientras continúe reproduciéndose el capital, se mantiene la
línea de producción de la pobreza, la exclusión y la marginación.
Al proteger la tasa de rentabilidad, pagar puntillosamente la deuda externa y favorecer
las inversiones multinacionales, el progresismo se hunde en la ciénaga del
conservadurismo. Hace soñar con una sociedad justa y libre, todas y todos iguales,
pero no se atreve a impedir que unos pocos devoren al resto de la población. El
discurso liberal encubierto que hace el progresismo se limita, en última instancia,
a indicar a los lobos cómo y dónde comerse mejor las ovejitas. Imposible eliminar la
pobreza y la desigualdad sin transformar el modo de producir. Hete acá el freno al
impulso de los progresistas.
Gracias a la moderación y el pragmatismo que le exigían sus aliados, Lula accedió al
gobierno, pero no pudo escapar del laberinto en que se había metido. Abandonó el
reclamo de expropiar latifundios y transferir al Estado la propiedad de las tierras, para
ocupar una silla en la mesa del agronegocio. De la crítica al pago de los servicios de la
deuda externa, pasó a privilegiar los intereses de los acreedores internacionales por
encima de cualquier consideración social. Colocó un techo político al asistencialismo
social: no podía lesionar los intereses de los inversores extranjeros, ni de los dueños
criollos de las tierras, las industrias y el capital bancario. El gobierno de Lula fue, de
cierta manera y en cierto grado, continuación del modelo desarrollista de Fernando
Henrique Cardoso. Lula terminó siendo un operador del proceso de concentración del
capital a nivel mundial.
Teniendo la posibilidad de intentar la superación del capitalismo, Lula marchó en
dirección opuesta, la de financiar las empresas y los bancos privados desde el Estado,
para poner en marcha los “motores del desarrollo económico”, es decir, la reproducción
ampliada del capital. Por otra parte, sus medidas de asistencialismo social ampliaron,
de hecho, la base del consumo de bienes, otra forma de asegurar la rentabilidad de los
capitales. Las reformas de Lula se inscribían en el marco de la economía política
capitalista, abandonó la perspectiva teórica de la transformación revolucionaria de la
sociedad, su pecado juvenil.
Los burgueses parisinos del siglo XVIII no inventaron la república democrática para
acabar con el capitalismo que, de hecho, todavía no había superado sus estadios más
primitivos. Faltaba mucho genocidio, mucha esclavitud y mucha rapiña para que
capitalismo pasara de la reproducción simple a la reproducción ampliada. En realidad,
la posibilidad de elegir representantes parlamentarios fue un privilegio censitario,
reservado a los burgueses, y no a todos ellos. Un derecho prohibido a los “sin
propiedad”, la forma política de impedir que las masas irredentas pasaran por arriba la
revolución burguesa, como ya habían hecho con el poder feudal.
En definitiva, en la eterna batalla de ideas entre la conservación de sistema y los que
se proponen transformarlo, los progresismos desarrollan una versión encubierta del
pensamiento liberal. Más sensible con las víctimas, es cierto, pero, en definitiva, tan
neoliberal como la de los “chicago boys”. Parecen haber venido al mundo para ayudar
a soportar penurias, una rueda de auxilio de las religiones.
La finalidad “sesentista” de las izquierdas revolucionarias, la lucha por una sociedad sin
clases y sin Estado, la sustituyeron con la fantasía de humanizar las consecuencias
sociales de la opresión y la explotación. Una imitación indoamericana de la
socialdemocracia y el eurocomunismo: trepados a una especie de mirador, critican las
aristas más feas y violentas de la opresión, pero las mantienen vivas. Una especie de
“bonapartismo de izquierda”.
Primera mujer presidenta
Inmersa y condicionada por esa atmósfera de regresión, Dilma, la exguerrillera, arrojó
al basurero los manuales estalinistas que, con menos de 18 años, había memorizado
en “Política Obrera”. No dejó vacío el espacio dedicado a los dogmas, sino que, por el
contrario, los rellenó con preceptos liberales, aprendió a pensar y sentir con las reglas
que le permitieron navegar en la república parlamentaria. La aureola del regreso al redil
favoreció su ascenso a la presidencia de Brasil. Dilma es un ejemplo paradigmático del
transformismo ideológico y político.
Fue en esos años que se descubrieron gigantescas reservas de petróleo en las costas
del puerto de Santos. En consecuencia, Brasil ascendió a los primeros lugares entre las
potencias petroleras, fenómeno que despertó euforia nacionalista. Lula usufructuó el
afortunado descubrimiento que también jugó a favor de su jefa de gabinete. En octubre
del 2010, Rousseff fue la primera mujer electa presidenta de Brasil.
Al poco tiempo convocó una Comisión para la Verdad, hecho que provocó expectativas
en el movimiento de derechos humanos. En diciembre de 2014 se la vio llorar al recibir
el informe sobre los crímenes cometidos por los militares. Nada hizo, sin embargo, para
anular la ley que en 1979 amnistió a los culpables. Arrogándose, de hecho, la
representación de todas las víctimas consolidó la impunidad de los victimarios. El
manto de olvido continuó cubriendo las verdades ocultas. El Partido dos Trabalhadores,
Lula y Dilma atravesaron un puente que les exigieron atravesar.
Rousseff se había comprometido con una seguidilla de espectáculos estelares: la copa
de las confederaciones (2013), el mundial del 2014 y las olimpíadas en 2016. Quería
aprovechar la pasión deportiva, para juntar los votos necesarios para ser reelecta. El
gasto público requerido para reacondicionar estadios y construir la ciudad deportiva
anduvo por los 11.000 millones de dólares. La cifra competía forzosamente con el
gasto social del Estado. Se volvió intolerable. Además, la gente sospechaba, con
fundamento, que altos funcionarios eran cómplices en negociados con los empresarios
que construían la infraestructura.
El 7 de setiembre del 2011, al grito de “paren de robar”, salieron a la calle algunos
miles de “indignados”. Fue el arranque de otro ciclo de intensa movilización popular
contra el gobierno, pero, no necesariamente contra Dilma, embarcada en la llamada
“operación limpieza” de los altos cargos. De todas maneras, no pudo evitar la
indignación genérica, que la acompañó hasta que fue destituida. Su talón de Aquiles
fue el fútbol, rasgo identitario del Brasil.
El 16 de junio del 2013, en el partido inaugural de la copa de las confederaciones, otros
miles manifestaron en las puertas del Maracaná, que había sido remozado al costo de
500 millones de dólares. La policía progresista los disolvió con balas de goma y gases
lacrimógenos. Hubo protestas en todo Brasil. Desencantados, los brasileros gritaban
contra el aumento del transporte público, de las tarifas y del costo de vida en general,
contra la represión progresista.
Para peor, sin nada de inocencia, el juez Moro les tiró encima la Operación Lava Jato.
Quedaron sospechados de corrupción Lula y otras figuras de relieve. Según varias
encuestadoras, luego del operativo, las simpatías hacia Dilma cayeron hasta un mísero
7%. Por izquierda y por derecha, los indignados no cejaron en su movilización en el
2014. Desencanto y protestas, sin embargo, no impidieron que, a finales de año, Dilma
fuera reelecta en el ballotage derrotando, aunque por muy escaso margen, a su rival
Aecio Neves, un liberal puro y duro. El electorado brasilero quedó dividido
prácticamente en dos mitades, a favor y en contra del Partido dos Trabalhadores. Era
el fracaso de la estrategia electoral para los cambios. La desilusión cundió en la
militancia “petista”.
Dos días antes que la derecha tronara en la Paulista, la CUT y otras organizaciones
sociales convocaron una concentración masiva en respaldo de Dilma. La indiferencia
fue el síntoma más grave de las varias enfermedades que aquejaban al progresismo.
Parecía agotado su poder de convocatoria. Las calles quedaron libres para la derecha.
Las alianzas posibilitaron tres victorias electorales, pero a la larga fortalecieron a las
élites en la misma medida que debilitaron el movimiento popular. El fenómeno no fue
tenido en cuenta por los progresistas, que continuaron a paso cansino, camino al
precipicio. La mesa estaba servida y los comensales con mucho apetito.
Desacumulación
Dilma designó ministro de economía a Joaquim Levy, presidente hasta entonces de
BRADESCO, uno de los bancos más poderosos de Brasil. Toda una definición política
e ideológica. A poco comenzado su mandato, con un decreto presidencial, Dilma
recortó el presupuesto en 26.000 millones de dólares. Su mayor preocupación parecían
ser las cifras negativas del déficit fiscal y la opinión de las calificadoras de riesgo. La
macroeconomía, una abstracción, en última instancia, le importaba más que la
microeconomía, muy concreta, la del bolsillo popular.
El recorte fiscal fue un tiro en el pie. Los movimientos sociales dejaron de sentir suyo el
gobierno, que quedó prisionero de la negociación con los delincuentes que eran sus
aliados electorales. Prosternarse no había sido suficiente. No le perdonaban sus
pecados juveniles. La gesta guerrillera se negaba a soltarla, sobrevolaba en cada
actitud, gesto o discurso suyo. Por otra parte, a los poderes les interesaba mantener
vivo su pasado de enemiga de la república. Era el flanco más débil, el que golpearon
sin piedad. La sometieron a insultos y presiones: en su discurso a favor de la
destitución, Jair Bolsonaro se deleitó elogiando los verdugos y felicitó al coronel
Brilhante Ustra, el torturador de Dilma.
Vicepresidente de la república y aliado mayor del Partido dos Trabalhadores, Michel
Temer lo hirió con puñalada trapera. Apenas pasado un año de la marcha por la
Paulista, Temer encabezó la coalición de senadores, un 60% del total, que destituyeron
a Dilma. Se apuró a ocupar el vacío presidencial. Al quitar de en medio los
amortiguadores progresistas, poder y gobierno quedaron en manos de sus únicos
dueños que, al toque, se arrojaron a saco sobre la masa salarial. Fue un golpe de
Estado contra el pueblo trabajador.
Un golpe dado en el parlamento, por acuerdo entre la derecha liberal y los devotos del
terrorismo de estado. Las fuerzas armadas no tuvieron necesidad de intervenir, ni de
disolver las cámaras y florearse sable en mano. Bastó con distorsionar los mecanismos
constitucionales y legales de la república democrática, esos que enmascaran la
violencia cotidiana de la opresión. Aplicaron técnicas siglo XXI para el golpe de Estado,
las que sustituyeron las de Curzio Malaparte y la Escuela de las Américas.
Para difundir viejas triquiñuelas semánticas contaron con el auxilio del juez Moro y de
“O Globo”, que hicieron ver un acto de justicia en el golpe. Otra era la realidad: no
necesitaban más la amortiguación de Lula y Dilma y los despidieron sin indemnización.
La opinión pública se corrió a la derecha, acompañando los medios de comunicación y
a los parlamentarios y, finalmente, una clara mayoría electoral eligió presidente a Jair
Bolsonaro el 28 de octubre del 2018. Durante sus siete periodos como diputado, había
exhibido públicamente sus ideas. Nadie podía ignorar que reivindicaba la dictadura
militar, que insistía en considerar instrumentos legítimos la tortura y las desapariciones
forzosas. Los casi 58 millones que lo votaron conocían su perfil.
Fueron 15 años de gobierno del Partido de los Trabalhadores. Un plazo harto
prolongado para que las mayorías comprendieran los beneficios de las políticas del
progresismo, para que rechazaran visceralmente el militarismo. Ello no ocurrió. Lula no
logró que sintieran el mismo “no va más” que puso fin a la dictadura. En cambio, al
parecer, la moderación y el pragmatismo nublaron el horizonte y ablandaron la estaca,
debilitaron los ánimos. La adopción de ideas liberales creó mucha confusión y ayudó el
ausentismo en las calles. Se desacumuló lo acumulado en la lucha contra la dictadura,
la regresión ideológica facilitó el retorno de los brujos.
Acumulación
La victoria electoral de Bolsonaro inició un proceso de acumulación de fuerzas en torno
a las ideas, valores y concepciones del partido militar. El militarismo lanzado a la
conquista de la hegemonía. Su propósito declarado es suprimir el “marxismo cultural”
que, según ellos, domina las organizaciones populares, la educación y otros aspectos
de la vida social. No se salva ni la izquierda vestida de seda.
Su ideal es el Estado-Cuartel, la sociedad sometida al ordeno y mando, a una rigurosa
disciplina militar. Quieren hacer del Brasil un país “ordenadito”, socialmente estático,
sin lucha social, sin feminismos y, mucho menos, con LGTB movilizado. Para adocenar
revoltosos, Bolsonaro promueve la pena de muerte y el derecho de los terratenientes a
usar las armas contra los sin tierra.
Cuatro décadas pasaron desde que los pueblos se cansaron de obedecer órdenes sin
sentido y empujaron la retirada de las dictaduras. Tiempo suficiente para que el partido
militar revisara y corrigiera su modo brutal de hacer política. Aprendió a moverse con
modales políticamente correctos. Ahora se limitan a exhibir sus armas sin dispararlas o,
por lo menos, sin usar el poder fuego como en los ‘60. Atemorizan con la memoria de la
barbarie y la impunidad actual.
¿Bolsonaro dice y hace cosas de energúmeno? Por supuesto, pero ¿cómo se
caracterizaba a Mussolini o a Hitler? Los disparates de Bolsonaro, repetidos hasta el
cansancio, van anestesiando sensibilidades, acostumbran los oídos a los diez
mandamientos del militarismo, arrean la opinión hacia el horizonte reaccionario. Es la
estrategia de Goering.
No solamente acumulan en el plano de las ideas, lo hacen en músculo contante y
sonante. Veintidós militares integran el gabinete ministerial de Bolsonaro. Además, en
el 2020, 6.157 oficiales desempeñaban funciones en la gestión de gobierno, muchísimo
más que los 2.765 del 2018, el año de Temer. Más aún que los que ocuparon cargos
estatales en la dictadura. Son cifras que cuantifican su dominio del militarismo sobre el
aparato del Estado.
En los últimos días, tanquetas y carros de combate desfilaron por Brasilia y entregaron
a Bolsonaro una invitación a sus maniobras militares. El presidente los esperaba junto
a los tres comandantes en jefe de las fuerzas armadas. Simbolismo puro. En
Indoamérica, pero, especialmente en Brasil, el partido civil del “orden” está abrazado y
confundido con el partido militar.
En Brasil las milicias son parapoliciales. No obedecen la cadena de mando. Las
integran soldados, policías y bomberos, retirados y en servicio. Actúan con autonomía,
se auto financian con negocios inmobiliarios, venta de seguridad y hasta de energía
eléctrica. Controlan alrededor de 100 favelas. Constituyen una especie de extensión
irregular del Estado. Han sido reiteradamente denunciadas y probadas sus
vinculaciones políticas y financieras con el clan Bolsonaro. Es su fuerza de choque, la
que está bajo sospecha en el asesinato de Mireille Franco.
Los motoqueros son otro círculo concéntrico del apoyo organizado al golpismo.
Bolsonaro encabezó varias de sus demostraciones. No usan camisas pardas ni negras,
pero se parecen demasiado a aquellos que metían miedo en la Alemania de Hitler o en
la España de Franco. Son la fuerza de choque del militarismo.
Bertolt Brecht
En la misma medida que atemoriza, el disparatero bolsonarista cosecha repudios:
hasta “O Globo” y el juez Moro tomaron distancia. Las multitudes que desfilan por la
Paulista ahora son pueblo en movimiento y exigen que se vaya Bolsonaro. Más por
rechazo al energúmeno que por virtudes propias, Lula da Silva puede ser el próximo
presidente. Llegará embanderado con las mismas reformas de antes, meros parches a
la situación de los menesterosos, nada de transformaciones de fondo. El desenlace de
esta segunda oportunidad ¿será el mismo que en la primera? ¿otra vez el freno
ideológico y la alternancia electoral?
El Partido dos Trabalhadores deberá enfrentar las fuerzas acumuladas por el
militarismo organizado. Situación parecida vive Pedro Castillo en Perú. El grado de
“contundencia” del partido militar brasilero no lo registran las encuestas de opinión
pública. Tampoco está registrada la anuencia ideológica del Departamento de Estado,
cuya mira apunta a Iberoamérica para competir con China. Son fuerzas suficientes para
provocar y obligar resistencias populares, como las de Chile y Colombia.
La antesala de los golpes de Estado en Indoamérica fueron los atentados de grupos
fascistas organizados. Ahora, el bolsonarismo, el fujimorismo y el uribismo cuentan con
una capacidad de acción mucho mayor que la de aquellos grupos de los ‘50. Las
circunstancias parecen ser más graves que las del siglo pasado.
Por supuesto, las similitudes del proceso en Brasil con otros de Iberoamérica son pura
casualidad. Con Uruguay, en particular, donde reina una “democracia de altísima
calidad”, según afirman los poetas de la politología. Sin embargo, como ya sucedió con
harta frecuencia, cuando Brasil traza una senda, se oscurece la bola de cristal de las
ciencias políticas institucionalizadas y el futuro se decide en los casinos de oficiales. Un
análisis fino de la coyuntura uruguaya necesariamente debe considerar la sombra
amenazante de la fuerza paraestatal organizada en Brasil.
El retorno de los brujos trasciende fronteras, contagia reaccionarios en toda
Indoamérica, particularmente en los centros militares. La impunidad y los pactos de
silencio entre civiles y militares dan solidez al discurso tóxico, patriotero y antipopular
que antecede a la guerra que vendrá. Hacen mal los progresismos en olvidar el poema
de Bertolt Brecht, el que desoyeron sus contemporáneos…y así les fue.
Todo parece indicar que amanece un nuevo 1968, con el arriba apretando tuercas y el
abajo sin muchas alternativas, empujado a ocupar plazas y avenidas, el territorio de su
libertad. El 22 de marzo de 1963, un lustro antes del ’68, Raúl Sendic Antonaccio
pronosticaba en el semanario “El Sol”: “Hoy día podría dar más garantías individuales
un revólver bien cargado que toda las Constitución de la República y las leyes que
consagran derechos justos. Esto debemos entenderlo antes que sea tarde.”
Jorge Zabalza