La resistencia mapuche al modelo extractivista

La resistencia mapuche al modelo extractivista 

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por Unidad de los Pueblos y los Trabajadores / EsGlobal
Martes, 24 de Septiembre de 2013 13:04


Las comunidades mapuche en Chile y la Argentina defienden sus tierras frente al avance del modelo extractivista.
El pasado 6 de agosto, el llamado “conflicto mapuche” se cobraba en Chile una nueva víctima: el comunero Rodrigo Melinao fue encontrado muerto, con impactos de bala, por sus compañeros de la comunidad Rayen Mapu, que desde el principio desconfiaron de la policía. El Estado, por su parte, reaccionó con más tibieza que cuando, en enero, un atentado en la región de la Araucanía acabó con la vida de un empresario local y su esposa; de inmediato, el presidente chileno, Sebastián Piñera, decretó la aplicación de la ley antiterrorista.
Apenas tres días después del asesinato de Rodrigo, se celebraba el Día Internacional de los Pueblos Indígenas. Poco había que celebrar en el Gulumapu, como llaman los mapuche a sus territorios ancestrales en Chile, que abarcan las regiones de La Araucanía, Bío Bío, Los Lagos y Los Ríos.
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Tampoco al otro lado de la cordillera, en lo que los mapuche llaman Puelmapu, la Tierra del Este. En territorio argentino este pueblo ha sufrido también la represión y criminalización o, al menos, la pasividad estatal ante los ataques a sus territorios y modos de vida. Como denunció Amnistía Internacional el 9 de agosto, pueblos originarios en toda Argentina – especialmente, los Qom en la provincia de Formosa y los mapuche en la Patagonia – han visto morir a al menos doce de sus miembros en los últimos tres años, ante la inacción del Estado.
Según Amnistía Internacional, el recrudecimiento de la violencia contra los pueblos originarios se debe a “la creciente disputa por las tierras”, lo que, a su vez, se relaciona con el avance de grandes proyectos que involucran a importantes empresas multinacionales.
Del lado argentino, es la extracción de hidrocarburos el mayor dolor de cabeza para los mapuche. Antes fue Repsol, y ahora es Chevron quien, junto a la re-estatizada YPF, prevé explotar las recién descubiertas reservas de petróleo y gas de Vaca Muerta con una técnica todavía en ciernes y que plantea importantes dudas desde el punto de vista ambiental: la fractura hidráulica o fracking.
Ni a las comunidades mapuche ni a los wingka -el hombre blanco- les da mucha confianza el historial de Chevron, que huyó de Ecuador, llevándose todos sus activos, después de que la justicia de aquel país le impusiese una sanción de 19.000 millones de dólares (algo más de 14 mil millones de euros) por el derrame de 103 millones de litros de crudo en la selva amazónica, que dejó medio millón de hectáreas contaminadas y 30.000 personas afectadas. Un juez argentino ordenó embargar los bienes de la petrolera en el país, pero la Corte Suprema anuló esa decisión al mismo tiempo que YPF y Chevron llegaban a un acuerdo sobre Vaca Muerta.
En Chile, el impacto social y ambiental de las grandes represas se ha convertido en la principal amenaza. Enel Endesa proyecta construir, a través de su filial Hidroaysén, cinco centrales hidroeléctricas en la región de Aysén, además de una línea de transmisión de 2.300 kilómetros de longitud que transportaría la energía hacia el centro del país. Las comunidades locales han mostrado su rechazo y han propuesto que se legisle para otorgar a la Patagonia el estatus de Reserva de la Vida; pero, por el momento, la legislación chilena es clara: la propiedad de las fuentes de agua es de concesión privada y en la región de Aysén Enel Endesa posee más del 90% de los derechos del agua.
A ambos lados de la cordillera, otras dos grandes industrias representan sendas amenazas: de un lado, un sector forestal en auge, que crece al calor de la extensión de la frontera forestal, para la producción de madera o celulosa o bien para la obtención de bonos de dióxido de carbono, en el marco del Protocolo de Kyoto. La segunda es la minería a gran escala, que ya ha provocado la protesta ciudadana tanto en la provincia argentina de Neuquén, donde la canadiense Barrick Gold posee varios emprendimientos, y en los fiordos de la Patagonia chilena, donde se proyectan cinco minas de carbón a cielo abierto.
Políticos, empresarios y algunos expertos defienden la necesidad de aprovechar los recursos para fomentar el desarrollo de todo el país, incluidas las zonas mapuche. Así, el Centro de Estudios del Cobre y la Minería (CESCO) consideraesencial “el papel de los recursos naturales en el desarrollo”, y coloca en el centro del debate la implementación de políticas públicas que favorezcan una “segunda fase del desarrollo exportador” con más valor agregado y mayor diversificación. Por su parte, el Ministerio de Minería chileno defiende la sostenibilidad ambiental y social de las industrias extractivas en un país donde al menos un 26% del PIB proviene de este sector, según las Cuentas Nacionales.
El Gobierno argumenta además que se están implementando programas de desarrollo local para que estos recursos lleguen a todos los rincones del país. Es el caso del Fondo Social Más por Chile, que concede a organizaciones sociales fondos de unos 8 millones de pesos (cerca de 12.000 euros) para financiar proyectos de desarrollo local en regiones como el Bío Bío.
La cuestión de la tierra
Lo escribió ya en 1928 el periodista y pensador peruano José Carlos Mariátegui: todas las tesis que intentan explicar el problema indígena como un conflicto étnico o moral se han utilizado para ocultar o desfigurar el problema: “La cuestión indígena arranca de nuestra economía. Tiene sus raíces en el régimen de propiedad de la tierra”.
Hoy como siglos atrás, la tierra es el motivo de confrontación entre mapuche y wingka. En los últimos años, la presión sobre las comunidades indígenas para que abandonen sus territorios se ha recrudecido allí donde avanzan los grandes emprendimientos y la frontera agrícola.
Es lo que la investigadora Maristella Svampa ha llamado el “Consenso de las Commodities“. Los gobiernos latinoamericanos de izquierda o derecha parecen de acuerdo en que no hay alternativas a ese modelo que reprimariza las economías; cualquier otra posibilidad puede ser tachada, como hizo el presidente ecuatoriano, Rafael Correa, de “ecologismo infantil”. Así que, pese a los impactos sociales y ambientales, a veces irreversibles, avanza un modelo que se apoya sobre la extracción intensiva de hidrocarburos y metales, así como los grandes monocultivos.
Este “neoextractivismo desarrollista”, como lo llama Svampa, irrumpe en los territorios y desaloja comunidades, pese a que las leyes nacionales y los convenios internacionales reconocen el derecho de los pueblos originarios a sus tierras ancestrales. El famoso Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, que plantea la obligatoriedad de consulta previa a las comunidades indígenas, no ha conseguido proteger el derecho de las comunidades a decidir sobre el destino de su  territorio.
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Tampoco sirvió de mucho que, en 2006, en Argentina se declarase la emergencia de las tierras indígenas y el relevamiento inmediato de sus territorios: siete años después se ha relevado una parte mínima de las tierras y, aunque en 2006 se prohibieron los desalojos de comunidades indígenas, éstos se siguen produciendo. En 2011, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) requirió del Estado medidas cautelares para proteger a sus poblaciones mapuche y Qom. La situación es aún más urgente en Chile, donde las comunidades han denunciado la complicidad de las fuerzas de seguridad del Estado.
Estrategia de invisibilización
Tanto en Chile como Argentina la estrategia es de invisibilización de las reivindicaciones indígenas y de estigmatización, cuando no criminalización y judicialización de los movimientos de resistencia. El relator de Derechos Humanos y Contraterrorismo de la ONU, Ben Emmerson, denunció recientemente que el Estado chileno aplica a los mapuches la legislación antiterrorista “de una manera confusa y arbitraria, que termina generando una verdadera injusticia”.
Mientras, los mapuches se organizan y reclaman el reconocimiento de sus tierras, pero también de su identidad cultural y su autonomía política. Ni el Estado chileno ni el argentino registran esas reivindicaciones; en buena medida, porque persisten los prejuicios y estigmas contra los indígenas, a los que el imaginario de las clases medias y blancas todavía relaciona con el atraso y el salvajismo. Por eso las organizaciones mapuches han llevado ante el comité de la ONU contra la discriminación racial al ex ministro chileno del interior y actual ministro de Defensa, Rodrigo Hinzpeter, que relacionó a los mapuches con actos terroristas.
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Es un caso extremo, pero no aislado. Y, aunque las investigaciones antropológicas y las excavaciones arqueológicas evidencian lo contrario, políticos y medios de comunicación siguen en buena medida sustentando el discurso de que los mapuches no vivían en ese territorio cuando se formaron las repúblicas en el siglo XIX. En Chile dicen que vinieron de Argentina; en Argentina, que vinieron de Chile.
No se trata, como señalaba un lúcido Mariátegui casi un siglo atrás, de un matiz étnico, cultural o moral, se trata de la tierra. Los mapuches no tendrían derechos sobre esas tierras si fueran un pueblo invasor, así como negar el problema es la mejor estrategia para retrasar su resolución. Pero ahí estaban los mapuches cuando llegaron los conquistadores españoles y ahí seguían cuando, 300 años de resistencia después, se independizaron los nuevos Estados. Y parecen decididos a seguir resistiendo.

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