Las esperanzas de Noam Chomsky
¿Qué significa la palabra "socialismo" hoy en día? ¿Podría reinventarse el futuro de América Latina? Sobre ésos y otros interrogantes discurre el célebre lingüista en esta entrevista.
Boris Muñoz | elmalpensante.com |
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Noam Chomsky es un hombre tocado por una curiosidad inagotable. Debería añadirse que es un intelectual comprometido. Esto parece obvio pero no lo es. A diferencia de muchos otros intelectuales, no solo es capaz de denunciar injusticias, absurdos y atrocidades perpetradas en nombre del interés nacional de Estados Unidos o los principios del mundo libre, como la democracia y el mercado, sino también de trabar largos diálogos con quienes difieren de algunas de sus posturas políticas, sin que esto menoscabe el tejido de la conversación, sino todo lo contrario. Más que sus ideas radicales, que de cuando en cuando revuelven la bilis de la opinión pública conservadora, lo que llama la atención de Chomsky es su capacidad casi sobrehumana de perseguir el entendimiento racional de casi cualquier problema, embebiéndose en galaxias y universos de información en los que cualquier otro se ahogaría sin el menor chance de supervivencia. Por ejemplo, cuando se discute con él sobre un tema –sea América Latina, Irán, China o Estados Unidos– remite a su interlocutor a periódicos del día en México, Londres, Teherán, Islamabad, y a las más recientes revistas académicas superespecializadas, comentarios políticos o encuestas de opinión locales. Así mismo se muestra ávido de recibir cualquier artículo o libro que a vuelta de correo criticará con una inteligencia sensible, sin pasar por alto sus virtudes, flaquezas o contradicciones. Su conversación siempre zigzaguea y se abre en muchos meandros de erudición simultánea pero, cuando parece que ya se ha ido muy lejos, regresa al punto de origen atando todos los cabos sueltos y capturando, con admirable claridad, el espíritu de una verdad oculta o difícilmente comprendida. Cuando esto sucede, hay que pedirle que, por favor, sea breve. Él responde con cierta picardía que cuando sus nietos le preguntan cualquier cosa ponen una cláusula: “Por favor, danos solo una conferencia de cinco minutos”. Pero, hay que anotarlo, pocas veces lo logra.
A los 82 recién cumplidos, su compromiso político no declina. E incluso se podría decir que, mientras otros intelectuales se conforman con soplar las trompetas del Apocalipsis, él busca los signos dispersos y escasos de esperanza para conferirles cierta coherencia y alertar sobre los peligros que los acechan. Por eso dedica su más reciente libro, Hopes and Prospects (publicado por Haymarket Books), a América Latina y afirma que el futuro podría reiventarse en esta región del planeta. Esta entrevista tuvo lugar en dos momentos distintos del otoño. Por motivos de espacio, esta versión se concentra en el socialismo hoy, el cambio de América Latina y las relaciones con Estados Unidos. El problema ambiental de algún modo atraviesa toda la conversación. Pero también, inevitablemente, Chomsky pasa revista a muchos otros temas en torno a los cuales su inquieta atención nunca descansa.
El socialismo de ayer y de siempre
El término “socialismo” se ha convertido en un comodín confuso que cualquiera puede usar a su antojo. Usted incluso ha dicho que todos los países que se han llamado socialistas han sido en realidad antisocialistas. Si es así, ¿qué significa socialismo hoy?
Cuando la gente habla de socialismo sobre todo habla del control estatal de la producción y los recursos naturales. A eso se le puede llamar como sea, pero no es lo que el socialismo ha significado por tradición. Hay muchas versiones del socialismo pero todas tienen en común un valor central: quienes producen deben tener el control de la producción. Los trabajadores deben controlar las fábricas, los campesinos deben controlar las tierras que trabajan y también sus comunidades. El socialismo visto así es una forma extrema de democracia. Pero, en realidad, no hay nada parecido en los países llamados socialistas. De hecho, los bolcheviques, que eran el ala derecha de los socialistas, tomaron el poder en 1917 estableciendo el patrón de lo que seguiría, y se movieron rápidamente para eliminar las genuinas formas de socialismo que habían sido ensayadas antes y constituían el fermento de los soviets, verbigracia los consejos fabriles o la actividad revolucionaria de las sociedades agrarias. Estas formas fueron debilitadas y velozmente desmanteladas hasta que prácticamente no pudieron funcionar. La Asamblea Constituyente fue eliminada porque habría transferido poder a las bases sociales campesinas y trabajadoras, cosa que a los bolcheviques no les interesaba y, de hecho, fue la razón por la que crearon los “ejércitos del trabajo”, sometidos al mandato del líder. Y esto es lo opuesto al socialismo. Los bolcheviques nacionalizaron las industrias y los recursos. En ese sentido, eliminaron el capital privado y eso generó una visión muy negativa del socialismo. Ahora bien, ellos tuvieron sus razones y la principal era la peligrosa situación internacional. Habían sido invadidos por Occidente y basaban sus medidas en principios y concepciones del marxismo, aunque en este caso eran concepciones que Marx mismo no sostuvo. La supuesta idea marxista era que un país no puede llegar al socialismo sin atravesar determinadas etapas, la primera de las cuales es la industrialización; luego vendría la organización del proletariado, que tomaría los asuntos en sus propias manos para establecer una dictadura. Rusia difería en ése y otros aspectos: era una sociedad campesina atrasada, básicamente una sociedad colonial, aunque inusualmente poderosa y con una gran fuerza militar, incluso bajo los zares. Además, había desarrollo en ciertos campos y una élite cultivada y sofisticada. Esta combinación no es extraña. Solo hay que fijarse en América Latina, donde sucede lo mismo y hay una élite con una rica tradición cultural. Los soviets querían industrializar a Rusia y, dadas sus circunstancias, pensaron que lo harían a través de un liderazgo autoritario. De esta manera implementaron casi toda la estructura en la que más tarde se produjeron las monstruosidades de Stalin. Los otros países llamados socialistas adoptaron variantes de estas estructuras, aunque hubo diferencias como en la China de Mao.
Diferencias que no hicieron el socialismo de Mao menos sangriento que el de Stalin.
No menos sangriento, es cierto. Pero si te fijas notarás que la caracterización de China en Occidente no es correcta. Los economistas modernos señalan que el avance radical del tren económico chino solo ha sido posible porque está montado sobre los sólidos rieles de Mao. Eso lo demuestra el Premio Nobel de Economía, Amartya Sen, en un estudio cuya primera parte ha sido muy elogiada, al tiempo que la segunda es prácticamente inmencionable en Occidente porque compara China con India entre 1947 y 1979, lo que tiene sentido pues en el 47 ambos países se independizaron y el 79 fue el año del gran viraje de la reforma económica china. Al estudiar la mortalidad durante la hambruna de 1958, Sen la llamó una hambruna política. No porque hubiera un propósito deliberado de causarla, sino porque el sistema totalitario era tal que la información acerca de lo que estaba pasando no llegaba a los centros de decisión y cuando lo supieron ya era demasiado tarde. En ese sentido, se trató de un crimen político. Pero incluso contando esos treinta millones de víctimas, sucede que en India murieron cien millones de personas por la hambruna, simplemente porque el capitalismo democráctico de ese país no instituyó las reformas sociales que previnieran ese desastre, como lo hizo China con los sistemas rurales, los médicos de a pie y otros programas. Eso, a fin de cuentas, hizo una diferencia de setenta millones de víctimas. En palabras de Sen, India puso tantos esqueletos en el clóset cada ocho años como lo hizo China en el período del gran salto hacia adelante, su mayor vergüenza. Durante la revolución cultural también se cometieron muchas atrocidades pero, al parecer, las condiciones generales en las áreas rurales también mejoraron. Así que es una historia ambivalente.
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