Tupamaros y la muerte en el Queguay

TURISMO PEQUEÑO BURGUÉS RADICALIZADO EN QUEGUAY

Fotos de Héctor Rodríguez Cacheiro


“SIN LA CONCIENCIA DE LA MUERTE TODO ES ORDINARIO Y TRIVIAL”.


LOS AVISOS.

La señora de los huesos algunas veces nos envía claras señales de su disposición obligatoria a hacernos su primera y única visita.

Su cercanía habitual pasa generalmente desapercibida, pero los chamanes mejicanos dicen; “ella camina siempre un paso detrás nuestro”, algunas gentes, quién sabe por qué, podemos intuir su presencia, como los perros de Horacio Quiroga, y entonces con valiente cobardía medio negociamos el cuándo, el momento en que tocará nuestro hombro, o por lo menos tratamos de manejarnos de perfil cuando ella viene de frente arrollando, si tenemos suerte hoy podemos escribir, si no, seremos memoria, por un tiempo.

EL HOMBRE COMPAÑERO.

Con ese siniestro humor que tenemos los uruguayos para poner apodos, “nombretes”, les decimos, a él desde muchacho le pusieron “Martillo”. Causa, cabeza grande, Delgado, un metro cincuenta de estatura, fuerte, bien proporcionado, coronado por una magnífica cabeza, armónica, rostro fuerte, con cabello más bien largo, con lo que adquiría una aún mayor dimensión estatuaria.

Martillo, ciudadano, de la ciudad de Paysandú, de profesión taxista, de sonrisa fácil, amigable, humorista, famoso cebador de mate, arte en que no le conocí rivales, ni en aquella época de los setenta ni hasta hoy.

ATENCIÓN AVISO UNO.

Esa noche veníamos caminando apretados, llegamos al pozo de Lumba, bajamos, cerramos, el Negro Juan la ajustó la tapa con cuidado por afuera, al día siguiente, él abre a medio día y salimos los cinco a estirarnos un poco, estamos en eso cuando oigo el chasquido de las hélices, doy la alarma y digo:
–Todos abajo hay un helicóptero, el Negro se ríe y dice, –Pero no hombre, ese es el tractor de Lumba,
-Un helicóptero de verdad repito,
-Si habré arado horas con ese tractor, es mi trabajo,
-Por si las moscas dice el Manso, responsable del grupo y la columna 25, vamos abajo, y vos Juan asomáte al borde de estos eucaliptos, das una mirada y nos avisás.

Estamos bajando cuando viene Juan, esta vez blanco como un papel y dice:
-Está parado en el aire a veinte metros de altura y cerquita del borde de los árboles.

Cuando terminó de hablar ya estábamos en el fondo del pozo.

Este helicóptero “de verdad” nos dejó en un punto justo tangencial del perímetro del cerco que estaba montando el ejército, no fue grave pero sí fue un aviso claro.

Unas horas después fue cuando el Manso dijo una frase inolvidable que perdura en mi recuerdo:
-“Haremos un repliegue táctico desde el río Negro hacia Paysandú”
Yo pensé, callado: Este repliegue táctico puede transformarse en retirada estratégica, adivino que fui, hasta hoy no hemos parado.

Juan llevaría un mensaje para hacer la conexión vía telefónica y nos traería la respuesta.
Horas después nos avisa:
-A la una de la noche vendrá una camioneta y un auto a la carretera, en el punto de contacto aquí cerca.

Fotos de Héctor Rodríguez Cacheiro

EL POZO TATÚ.

Este era el espacio residencial de reposo que había elegido el Bebe para los turistas de la columna del interior.

Lo habíamos tomado de la experiencia del General Grivas de su lucha en Chipre, en nuestra versión se construía en base a un método muy simple y efectivo.

Se tomaba un tanque de gasolina vacío, se le quitaba fondo y tapa y se lo aplicaba sobre el terreno elegido, uno se metía adentro y comenzaba a escarbar, sacando la tierra sobrante, el tanque se iba transformando en la pared de un pozo cilíndrico , cuando la parte superior llegaba a ras del suelo , se agregaba un segundo tanque y se proseguía la operación, con esto habíamos construido un pozo de unos tres metros de profundidad, ahora se ampliaba el diámetro un medio metro en forma de círculo con unos cincuenta centímetros de profundidad y dejábamos un reborde en forma de escalón para eventualmente poner utensilios o las cosas para limpiar los fierros, a partir de este pozo se excavaban lateralmente cinco huecos con techo de semicírculo de sesenta de altura, piso de cincuenta de base, plano, dos veinte de profundidad, lo que quedaba con una forma de estrella.

En esos huecos, a tres metros bajo la superficie, entraban cinco un hombres, empujando su mochila al fondo, las armas a su costado, la cabeza hacia el centro de la estrella, de forma que era posible hablar en voz baja, la boca del pozo tenía una tapa recubierta con troncos y piedras, y unos caños de polietileno se incrustaban en algún tronco bien ocultos y nos aseguraban oxígeno suficiente para los cinco.

CUBIERTOS PARA CINCO.

En estas condiciones, perseguidos, enterrados vivos, forzosamente sigilosos, de pronto, tirado boca abajo en mi cubículo veo las manos de Martillo, que con movimientos limpios, precisos, medidos, de neurocirujano, saca de un costado un calentador, lo enciende, toma de no sé donde una ollita de aluminio, le pone agua de su cantimplora, espera que hierva, y pone un paquete de fideos, ¿¿¿, luego esas manos a punta de cuchillo abren una latita de pomidoro la agrega, y con unos sobres de algo completaba la cocción.

No se ha volcado nada, ni una gota de agua, todo preciso impecable, es repartido en cinco jarros de aluminio y ofrecido en silencio, apreciamos la primera comida caliente en varios días, apreciamos la sonrisa de triunfo modesto del cocinero.

Y yo pienso en silencio, este hombre, este compañero, que está haciendo aquí, bajo tierra, con gente limpiando fierros, con rostros quemados por la fatiga crónica de caminatas nocturnas, pérdidas de rumbo, desencuentros, pocas municiones, sin contactos ni comunicación, integrado a un entorno tan lejano al suyo natural de autos, transito, bocinas, semáforos, el bar con los amigos y la discusión política en el comité de base, la semana de turismo y la salida en grupo apescar.

Y yo pienso en silencio, que fuerza tiene este jodido para caminar un camino que no es el suyo propio, en un andar en la cuerda floja sin los reflejos propios del circense.

AVISO DOS.

Casa en la ciudad, un compañero avisa, mirá que la Sandra va a pasar a las cuatro por la vereda de enfrente con los dos niños, para que los veas.

Y cuando pasan, uno de mas o menso seis, otro caminando mal que bien, y los ojos idos de un amor sólido de Martillo., que los mira.

Y yo pienso en silencio, muy yo secreto, amor individual y lucha, combinación peligrosa, amor al pueblo, fortaleza y justificación, muy para mí, casi avergonzado.

AVISO TRES.

Era una casa de dos plantas, la de abajo normal, vivía la familia del compañero, la de arriba nosotros con un altillo hechizo y una pared con entrada falsa para un “berretín” con unas tablas de construcción mal puestas como piso.

Ahí teníamos que entrar rápido como Charlie Chan para desaparecer de la vista en caso de allanamiento por el ejército.

Ahí hubo otras historias que un día les cuento, pero ahora el centro es Martillo Varela y éste su último aviso, como en el teatro en los camarines de los actores “Atención último aviso Cleopatra, segundo acto”.

En el susodicho altillo había un ojo de buey que nos daba una buena perspectiva de la calle, decidimos hacer guardia por turnos de una hora.

Discutimos el repliegue posible y ensayamos la entrada al berre hasta hacerla bien rápido, un poco como en el cirque du soleil estamos, no estamos.

Se decidió en caso de problemas no combatir, para no poner en peligro a nuestros compañeros ni a los inocentes vecinos de abajo, pero como precaución el que estuviera de guardia tendría un arma por si las moscas, se eligió el arma de Martillo por ser la mas manuable para el caso.

Estamos hablando de un Winchester 44-40 como los de las películas de cowboys de nuestra infancia.

Atención, mucha atención, nos acercamos al punto exacto, matemáticamente exacto, de inflexión en el que la Señora decidió el destino de Sandro-Martillo, quién podría pensarlo, yo lo adiviné, advertí, avizoré, avisé, pero como otras veces había perdido de antemano mi confrontación con la Señora de los Huesos, vergüenza que no me atrevo a llamarla de otra forma por miedo a una partida como la del caballero del Séptimo sello, por cierto.

Para la guardia Sandro es el primero, yo voy de segundo, y luego el Flaco, el Manso, el Canario seguirían el turno.

Subo a la hora señalada, el compañero tendido boca abajo domina la perspectiva de la calle, se levanta, me da el arma y va a bajar, reviso el Winchester y noto una bala en la recámara, muevo la palanca y la saco y le digo a Martillo, en voz baja –“no podés tener este fierro montado, el gatillo es muy celoso y se te va un tiro en cualquier momento”, creyendo que era un error involuntario.

La Señora mueve sus piezas y Sandro, con voz airada, de tono violento que nunca imaginé en él –“Vos quién creés que sos para enseñarme a mí como usar mi arma”, síntesis complementada con el lenguaje corporal, palidez, sudoración, plena respuesta del síndrome “lucha o huída”.

Bajo detrás de él y hablamos un momento con los compañeros y decidimos por mayoría que en las guardias el arma no estaría montada.

La Señora pierde un alfil pero la noto sonriente, porque Sandro afirma tajante, que él –“fuera de la guardia la usaría como quisiera”.

EN EL CAMINO.

En la ciudad vienen cayendo los compañeros los locales y compañeros, la tortura funciona y cumple su triste tarea, nos reagrupamos en “el pozo de la vía”, pero sabemos que tiene las horas contadas, se decide ir al pozo cinco a buscar arroz, polenta y alguna poca cosa de comer que haya, seguimos caminando buscando el monte del Queguay para irnos hacia arriba hasta la Horqueta, donde nos encontraríamos con el grupo del Manso y del Tito, supuestamente.

Martillo tiene gripe, dolor de cabeza, evidente fiebre, fluido nasal, camina algo mareado.

La hija de perra Señora, enroca, asegurando la partida.

Somos un grupo de once, el baqueano un compañero de la zona, con sus catorce años y muchos kilómetros caminados en la noche de la esperanza, de la lucha, del sacrificio.

La oscuridad es sólida, casi es difícil respirar, vamos en fila india muy cerca uno de otro, unos tres metros, cruzamos la carretera por grupos, con cuidado, después un alambrado con hilos de púas nos endentece.

Pasa uno, pasa sus armas y mochila, cruza y lo mismo el siguiente, así todos, lenta y cuidadosamente la Señora piensa –“Jaque en dos jugadas”, yo puedo sentirlo en el aire, en la noche oscura, en mi pecho, no sé de donde vendrá, `pero sí sé que viene, indetenible, irrevocable en silencio, pulcra y eficiente va a cumplir su tarea, me pregunto en silencio, el cuando es ahora, el quién será el más lento en la marcha.

La voz que pasa de boca en boca hacia el grupo vanguardia, Sandro pide un alto, está bien son cinco minutos contesta el Tambero.

Un alto significa acuclillarse cada uno en su lugar, restañar el sudor de la caminata, abrigarse del frío húmedo de la noche, la silueta del monte puede intuirse a unos cien metros imposiblemente más oscura que nuestro entorno.

Cuando suena el disparo, mi cuerpo a tierra de reflejo automático mi cerebro por su cuenta percibe algo extraño en el ziziziziz lento de la bala y no el seco PAC del disparo de fusil cuando rompe la barrera de sonido.

Jaque mate dice Ella y se repliega a su infra espacio, lenta, como aburrida de ganar-ganar siempre.
Levanto la cabeza y veo a la Parda parada un poco mas adelante, tiráte al suelo le digo, nos atacan, y ella con esa voz ronca y atiplada que tiene dice-“no, el disparo fue aquí”.




EN EL VIAJE.

Como es en el grupo de atrás, digo fuerte –“nadie se mueve”, y voy caminando hasta encontrar a Martillo, hombre, compañero; hermano de lucha, arrodillado y caído hacia delante, un ronco estertor salía de su garganta, con un ritmo lento, claro, en esa una noche sin estrellas, y el navegando sin brújula en el espacio sideral.

Me inclino sobre él y levanto su pulóver junto con la campera por delante y veo un círculo negro unos centímetros sobre el esternón por encima de su plexo solar, bajo la ropa y repito la operación en la espalda para descubrir una mayor siniestra mancha sobre el lado izquierdo en la escápula.

A la compañera mas cercana le digo-“Avisá al Tambero que el compañero tiene de tres a cinco minutos de vida”, ella que es nurse me dice cuchicheando –“No hables fuerte porque ellos pueden oír aún”, y yo digo para que él me oiga

-“Compañero estás muriendo no puedo mentir, te recordaremos siempre en la lucha”.

Aún hoy a miles de horas y miles de kilómetros de distancia no siento románticamente cursi, ni grotescamente propagandístico este último, por ahora, diálogo entre Sandro y Carlos entre Martillo y Alberto.

La fila de compañeros acuclillada refugiada en un silencio espeso, siento que hay que moverse, salir de esa burbuja siniestra de vacío que nos va envolviendo y aprieta.

Traigan una manta, Juanca, Peludo, Flaco, Canario, los más enteros, pónganlo encima y agarramos por las puntas, vamos a buscar el monte, los demás esperan en silencio, el disparo pudo alertar una pinza de la carretera.

El Peludo nos guía, pasamos unos chaparrales de espinillos y luego nos toma la oscura protección del monte.

Encontramos un espacio alto y vamos a la tarea, hay que cavar una fosa profunda para protegerlo de los zorros y otras alimañas, usando los cuchillos, única herramienta a mano.

Consejo útil para el futuro, nunca intenten cavar una tumba para un compañero a cuchillo limpio, tiene que haber otra forma, pero no había, trabajamos de a dos por turnos, en silencio, las caras brillosas de un sudor aceitoso, una tenue luz de linterna en las últimas, otra que el monólogo de Hamlet, ahí sólo podía oírse si se ponía atención con cuidado, los ecos de una carcajada lejana de la señora, de “misión cumplida”.

Cuando se llega a la altura del pecho dice el Canario –“Parece suficiente”, subimos lo tomamos de las axilas y de los pies, cuando, para nuestro asombro martillo no cabe, es más largo, está mas largo, -“y si le doblamos las rodillas” dice alguien, -No pará, respetemos al Compañero”, otra ronda de cuchillos y terminamos el rostro del Juanca, amigo de la vida, está brillante y blanco como el mármol de por aquí.

Antes de irnos, decimos tres palabras de adiós a Sandro y regresamos al grupo, retomamos la caminata hacia la Horqueta, no, no es así, retomamos nuestras propias caminatas hacia el encuentro necesario con la Señora que con su paciencia habitual nos espera.

La Parda venía muerta de frío le doy la campera de Martillo, y me dice, tímida,-“Pero está manchada con sangre”, le doy la mía y me siento protegido por la del compañero, porque significa hasta hoy mismo un compromiso blindado de no olvido.

LOS ECOS DE UNA RISA.

Días y noches mas tardes, otras historias, interrogatorio entre sesiones de máquina, -“Vos sabés algo de anatomía”¿¿, lo vi venir, -“No nada no soy médico”,-“Hijos de puta, ejecutaron a Martillo y ahora nadie sabe nada, la familia nos está acusando a nosotros”.
-“Vos sabés donde lo enterraron en el monte”, -“No conozco yo soy de la ciudad”.

Al otro día de la noche oscura del Queguay, siento la imperiosa necesidad de saber como fue el accidente, me quedo con el 44-40, y en los días siguientes con una determinación obsesiva trato de encontrar el hecho mecánico que lo determinó.

Cientos de veces, sin proyectil en la recámara intento disparar el martillo sobre la aguja percutora. No hay forma. El martillo no cae por más que apriete el gatillo, si está trabado en el punto de descanso.

En una guardia en la noche, frente a un ruido extraño, silenciosamente monto la palanca y queda pronto para disparar.

Pasa el momento de alarma, aprieto suavemente el gatillo, dejo caer el martillo hasta su punto de descanso. Para mantener el silencio no desmonto el proyectil de la recámara.

En la madrugada ya hay visibilidad, voy a manejar la palanca para sacar el proyectil de la recámara y lo que veo me deja pasmado, con el famoso sudor frío corriendo por toda mi piel. El martillo estaba apoyado directamente sobre la aguja percusora y ésta apoyada directamente sobre el fulminante de la bala 44-40.

Entonces comprendí lo sucedido, la mala leche de la Señora, que no satisfecha con su poder, aún tuvo que apoyarse sobre la necedad de Sandro, y aún más sobre una falla milimétrica en la manipulación del mecanismo del arma.

Vi claramente a Martillo, pequeño, con su gran mochila a cuestas, empapado en sudor febril, recuerdo que todo el camino traía un pañuelo en la mano, pide un descanso , viene la orden, se detiene a sacar un brazo de la correa mochilera mientras tiene el rifle en la mano izquierda, cuando saca el otro brazo, fusil en mano derecha la carga se desliza al suelo y él se inclina hacia delante para sentarse, va a apoyarse en el arma para ayudarse, golpea suavemente el suelo con la culata. La ley de la inercia se cumple, “Jaque mate”, el propio peso de proyectil lo empuja contra la aguja, el fulminante cumple su función, deflagra la pólvora y el proyectil 44-40 de punta mocha hace su ciega obra destructiva en el pecho del compañero.

Otra vez el interrogatorio burocráticamente apoyado en la máquina, -“No, pará fue un accidente”, -“no jodás si he tratado docenas de veces hacer dispara accidentalmente ese Winchester y no hay caso”, -“Probá dejando caer suavemente el martillo sobre la aguja, y luego golpeá la culata en el suelo, verás como trabaja la inercia”, -“Si es una joda te va acostar caro”.

Unos minutos después se oye un disparo.

Al menos, pensé logré patearle el tablero, tendrá que esperar la próxima partida, me sale una mueca que quiso ser sonrisa.

De cualquier forma en los titulares de los medios y en el informativo nocturno que nos pasan por los parlantes, la noticia del día es “El ajusticiamiento de un militante Tupamaro por su propio grupo”.

NO HAY MAL…

No hay mal que por bien no venga, dicen las gentes de campo y la verdad, Compañero Martillo es que si bien el mal fue que los milicos fueran a quitarte de tu tierra, ellos al menos te dieron a tu familia, hoy por hoy leyes mediante los exexexcompañeros, te quitarían esos dos metros por uno que como tomatierra tuviste, y todavía hubieras terminado preso.

Como dijo el Tambero los que nos van a reprimir son nuestros viejos compañeros.

La muerte es nuestra eterna compañera, se halla siempre a nuestra izquierda a la distancia de un brazo detrás nuestro, ella es la única consejera sabia con la que cuenta un guerrero.
Dicen los chamanes.

Dicen los nicas:
“No te olvides que todos somos hijos de la muerte”.

Luis Alberto Machado Rodales



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