Democracia en la fábrica: La madre de todas las batallas (el ejemplo argentino)
"Desde el golpe militar de 1955, la represión estuvo dirigida en ese sentido, pero a pesar de su brutalidad, al asumir el gobierno de Frondizi en 1958, el objetivo no se había cumplido.
El Subsecretario de Trabajo de Frondizi, declaró que encontró “anarquía, abusos y extralimitaciones de todo orden en los obreros. Los empresarios habían perdido el comando de las fábricas, todo lo disponían las comisiones internas; mandaban los que tenían que obedecer (…) los empresarios deben retomar el control de las fábricas”.
Pero a pesar de la merma de su poder dentro de la fábrica y de la persecución de la que fueran objeto, las comisiones internas fueron gestoras y protagonistas imprescindibles de los planes de lucha de los años 63 y 64, que incluyó la toma concertada de 800 establecimientos a la vez. El 21 de mayo del 64, y hasta el 24 de junio de se tomaron 11.000 establecimientos, operativo en el que participaron 4 millones de trabajadores.
Según informes de los servicios de inteligencia, “la ocupación simultánea de los establecimientos sólo podía ser llevada a cabo por las bases y sus representes inmediatos”.
Ello se reflejó también en las insurrecciones populares de fines de la década del ’60, como el Cordobazo y los dos Rosariazos, entre muchos otros. Es también un período de ruptura de las bases con las cúpulas sindicales, e implica que en 1974 se alcance uno de los momentos históricos de mayor participación de la clase trabajadora en el producto bruto, es decir, de salarios altos.
La movilización social de aquellos años, encabezada principalmente por el movimiento obrero, determinó que el Capital asumiera que no era posible recuperar el poder dentro de las fábricas –como presupuesto para aumentar su tasa de ganancia-, mientras de mantuvieran esos niveles de participación y conciencia de clase.
Por eso se planificó y llevó a cabo el golpe militar de 1976. Esta es la etapa donde se modifica de raíz el sistema productivo argentino, coincidentemente con la preeminencia que toma a nivel mundial el capital financiero.
Con el objetivo de implantar un plan económico que le dé más rentabilidad a las grandes empresas, la dictadura militar tiene claro que tiene que destruir el poder de los trabajadores y sus representantes."
"Desde el golpe militar de 1955, la represión estuvo dirigida en ese sentido, pero a pesar de su brutalidad, al asumir el gobierno de Frondizi en 1958, el objetivo no se había cumplido.
El Subsecretario de Trabajo de Frondizi, declaró que encontró “anarquía, abusos y extralimitaciones de todo orden en los obreros. Los empresarios habían perdido el comando de las fábricas, todo lo disponían las comisiones internas; mandaban los que tenían que obedecer (…) los empresarios deben retomar el control de las fábricas”.
Pero a pesar de la merma de su poder dentro de la fábrica y de la persecución de la que fueran objeto, las comisiones internas fueron gestoras y protagonistas imprescindibles de los planes de lucha de los años 63 y 64, que incluyó la toma concertada de 800 establecimientos a la vez. El 21 de mayo del 64, y hasta el 24 de junio de se tomaron 11.000 establecimientos, operativo en el que participaron 4 millones de trabajadores.
Según informes de los servicios de inteligencia, “la ocupación simultánea de los establecimientos sólo podía ser llevada a cabo por las bases y sus representes inmediatos”.
Ello se reflejó también en las insurrecciones populares de fines de la década del ’60, como el Cordobazo y los dos Rosariazos, entre muchos otros. Es también un período de ruptura de las bases con las cúpulas sindicales, e implica que en 1974 se alcance uno de los momentos históricos de mayor participación de la clase trabajadora en el producto bruto, es decir, de salarios altos.
La movilización social de aquellos años, encabezada principalmente por el movimiento obrero, determinó que el Capital asumiera que no era posible recuperar el poder dentro de las fábricas –como presupuesto para aumentar su tasa de ganancia-, mientras de mantuvieran esos niveles de participación y conciencia de clase.
Por eso se planificó y llevó a cabo el golpe militar de 1976. Esta es la etapa donde se modifica de raíz el sistema productivo argentino, coincidentemente con la preeminencia que toma a nivel mundial el capital financiero.
Con el objetivo de implantar un plan económico que le dé más rentabilidad a las grandes empresas, la dictadura militar tiene claro que tiene que destruir el poder de los trabajadores y sus representantes."
Martes 24 de diciembre de 2013, por Matías Cremonte *
La relación de trabajo es una relación de poder, en la que uno manda y otro obedece. En rigor, a lo largo de la historia de la humanidad, el “poder” es lo que atraviesa el vínculo por el cual el trabajo del hombre es apropiado por otro hombre.
* Abogado laboralista. Director del Departamento Jurídico de la Asociación Trabajadores del Estado (ATE-CTA)
Desde la esclavitud hasta el “trabajo libre” del sistema capitalista, pasando por los regímenes estatutarios de la Edad Media, para que unos trabajen en beneficio de otros, fue necesaria la imposición, sea mediante la fuerza física, o a través de las leyes.
La democracia política, inspirada en los principios de libertad, igualdad y fraternidad, se negó a ingresar a los lugares de trabajo. Dentro del taller o la oficina siguió rigiendo la monarquía. La libertad de contratar, que supone la voluntad de las partes para comprometerse en algo, no existe en el contrato de trabajo. Un jurista francés lo explica claramente: “mientras en el contrato civil la voluntad se compromete, en la relación de trabajo la misma se somete”.
Karl Korsch, eminente laboralista alemán, en 1922 lo explicó más crudamente: “La libertad e igualdad de derecho de los contratantes se muestra como el simple disfraz ideológico de la violencia brutal y descarnada que posee la relación de dominio en la que, bajo la vigencia ilimitada del principio del ´contrato de libre trabajo´, cae inevitablemente el trabajador, apenas ha cruzado la puerta de la fábrica”.
Pero justamente las condiciones de explotación que supuso la instauración del sistema del trabajo libre en el capitalismo fueron las que llevaron a los trabajadores a organizarse, a formar sindicatos.
En primer término, y haciendo un vuelo bastante superficial del tema, esto dio lugar al nacimiento de un nuevo derecho, el Derecho del Trabajo.
Esta rama jurídica especialísima, sin cuestionar esencialmente el sistema capitalista, surge para limitar el poder del patrón. Por ejemplo, al imponer salarios mínimos, impone un límite por debajo del cual no se puede explotar al trabajador, o al fijar la jornada de ocho horas diarias, que implica un límite máximo de tiempo durante el cual se puede apropiar la fuerza de trabajo.
Pero en segundo término, la irrupción del movimiento obrero puso en cuestión el poder de mando dentro de la fábrica, y esto fue así, en gran medida, a través de la figura del delegado de los trabajadores.
En Argentina, si bien hay antecedentes de la existencia de delegados de personal hacia los años ’20, fue sobre todo en los años ’30 y ’40 que esta figura se generalizó, alcanzando tanto poder en los años ’50, que llevó a las patronales a elevar su queja ante el presidente Perón: “es inaceptable que un delegado toque su silbato y paralice toda una fábrica.
Desde entonces, las luchas entre capital y trabajo tienen su sentido más esencial en la disputa de ese poder. Un análisis histórico permite afirmar que los períodos de mayor participación de los trabajadores en el producto bruto coinciden, no por casualidad, con los períodos de mayor fortaleza de los cuerpos de delegados y viceversa.
Son años en los que además, el nivel de vida de los trabajadores era realmente digno, los salarios permitían una vida cómoda, se accedía a una vivienda, los hijos de los trabajadores iban a la universidad. Aún a sabiendas del simplismo de la afirmación, no es erróneo decir que esa masa salarial era ganancia que los empresarios dejaban de acumular, en períodos donde la tasa de rentabilidad empezaba a decaer.
No es casual entonces que el principal objetivo de las patronales fuera desarticular la figura del delegado de los trabajadores.
Desde el golpe militar de 1955, la represión estuvo dirigida en ese sentido, pero a pesar de su brutalidad, al asumir el gobierno de Frondizi en 1958, el objetivo no se había cumplido.
El Subsecretario de Trabajo de Frondizi, declaró que encontró “anarquía, abusos y extralimitaciones de todo orden en los obreros. Los empresarios habían perdido el comando de las fábricas, todo lo disponían las comisiones internas; mandaban los que tenían que obedecer (…) los empresarios deben retomar el control de las fábricas”.
Pero a pesar de la merma de su poder dentro de la fábrica y de la persecución de la que fueran objeto, las comisiones internas fueron gestoras y protagonistas imprescindibles de los planes de lucha de los años 63 y 64, que incluyó la toma concertada de 800 establecimientos a la vez. El 21 de mayo del 64, y hasta el 24 de junio de se tomaron 11.000 establecimientos, operativo en el que participaron 4 millones de trabajadores.
Según informes de los servicios de inteligencia, “la ocupación simultánea de los establecimientos sólo podía ser llevada a cabo por las bases y sus representes inmediatos”.
Ello se reflejó también en las insurrecciones populares de fines de la década del ’60, como el Cordobazo y los dos Rosariazos, entre muchos otros. Es también un período de ruptura de las bases con las cúpulas sindicales, e implica que en 1974 se alcance uno de los momentos históricos de mayor participación de la clase trabajadora en el producto bruto, es decir, de salarios altos.
La movilización social de aquellos años, encabezada principalmente por el movimiento obrero, determinó que el Capital asumiera que no era posible recuperar el poder dentro de las fábricas –como presupuesto para aumentar su tasa de ganancia-, mientras de mantuvieran esos niveles de participación y conciencia de clase.
Por eso se planificó y llevó a cabo el golpe militar de 1976. Esta es la etapa donde se modifica de raíz el sistema productivo argentino, coincidentemente con la preeminencia que toma a nivel mundial el capital financiero.
Con el objetivo de implantar un plan económico que le dé más rentabilidad a las grandes empresas, la dictadura militar tiene claro que tiene que destruir el poder de los trabajadores y sus representantes.
Es sabido que la primera norma que se modifica es la Ley de Contrato de Trabajo, pero inmediatamente se prohíben las huelgas y asambleas, se intervienen los sindicatos, se eliminan los fueros sindicales, etc.
Los miembros de comisiones internas, delegados y activistas sindicales fueron los blancos más buscados por las fuerzas represivas, con la complicidad de muchas patronales: muchos delegados fueron secuestrados en la puerta de las fábricas, y hasta en algunos establecimientos y plantas industriales se montaron centros clandestinos de detención.
Así, no sólo se descabezaba las bases y se tomaban represalias por el accionar anterior de los delegados, sino que se aleccionaba a los trabajadores en general para evitar su participación sindical.
En 1982 la participación de los trabajadores en el producto bruto era ya del 22 %, es decir, en menos de 8 años se redujo a menos de la mitad (de 48 en el 74 a 22 en el 82). Lo cual coincide, en línea con lo que venimos desarrollando acerca de la implicancia de la representación en la empresa con la distribución de la riqueza, con la prácticamente eliminación de las comisiones internas.
Luego, como consecuencia de esa derrota y la debilidad que significó, vino el broche de oro en esta tareas, llevada a cabo por los gobiernos siguientes, ya democráticos, que fue la denominada “reconversión productiva”, que implicó tercerizaciones, privatizaciones, polivalencia funcional y precariedad laboral.
La dictadura militar primero, y el neoliberalismo después, tal vez en su mayor “triunfo”, lograron hacer desaparecer de la conciencia de los trabajadores el valor de su fuerza de trabajo –y por ende, de luchar por salarios dignos- y de la importancia de organizarse dentro de las fábricas.
Por supuesto, hubo grandes luchas obreras y resistencia de parte de los trabajadores y algunas expresiones sindicales, pero no fue suficiente para detener esa debacle.
Primero a través de la dictadura militar y luego mediante el neoliberalismo, la destrucción del poder de los delegados en los lugares de trabajo determinó la vuelta al poder absoluto del patrón, tal como describíamos al comienzo del presente artículo.
Es por ello que, la deuda de la democracia, empieza por ahí. Sin poder dentro de la fábrica, es muy difícil revertir la tercerización, la precarización laboral, los salarios bajos, etc.
Pero es por eso mismo también, que las experiencias mediante las cuales se ha logrado revertir ese resultado, comenzó con la organización de los trabajadores dentro de la fábrica.
Pongamos como ejemplo la actualidad de los trabajadores aceiteros, que tuvo en Rosario su punto de partida, pero hoy ya se generalizó a todo el país, en virtud de que un conjunto de obreros combativos y concientes hoy conducen la Federación de Trabajadores Aceiteros.
Eligiendo delegados en cada fábrica, haciendo asambleas, y peleando por sus salarios, llegaron a ponerse al hombro una tarea esencial de la etapa: colaborar en la recuperación de la conciencia del valor de la fuerza de trabajo de los trabajadores, perdida en el derrotero histórico que comentamos más arriba.
Los aceiteros lograron, a través de la organización y la huelga, conseguir que sus salarios sean realmente los que marca el art. 14 bis de la Constitución Nacional y el art. 116 de la Ley de Contrato de Trabajo: “la menor remuneración que debe percibir en efectivo el trabajador sin cargas de familia, en su jornada legal de trabajo, de modo que le asegure alimentación adecuada, vivienda digna, educación, vestuario, asistencia sanitaria, transporte y esparcimiento, vacaciones y previsión”. Solidariamente, se encargan cada año, además, de hacerles saber al conjunto de la clase trabajadora cuánto es ese valor. Esta es una batalla esencial del momento, que afortunadamente la dan los obreros aceiteros, con su ejemplo de lucha, pero también, y esto es lo determinante, a través del triunfo de las mismas.
En ese contexto se inscribe la lucha por la libertad y la democracia sindical que encara la Central de Trabajadores de la Argentina (CTA), como herramienta fundamental para recuperar el poder dentro de la fábrica. Esta demanda está dirigida, sobre todo, a los propios trabajadores. No es una ley la que desarrollará las fuerzas que logren revertir tantos años de retroceso en ese sentido.
Pero eso no quita que la el marco legal vigente en materia de modelo sindical y de elecciones de delegados en los lugares de trabajo no ayuda. Es realmente trágico el dato emanado del propio Ministerio de Trabajo de la Nación, según el cual sólo en el 12,7 % de los establecimientos los trabajadores cuentan con delegados que los representen ante el empleador y, vale la pena recordarlo, ante los sindicatos también.
Tampoco será a través de fallos judiciales que se lograrán los cambios. Pero una serie de pronunciamientos de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, en años recientes, pueden ayudar.
Uno de ellos, “ATE c/Ministerio de Trabajo”, declara inconstitucional la norma que dispone que sólo el sindicato con personería gremial está habilitado para convocar a elecciones de delegados. Si el fallo de la Corte impulsa la elección de delegados de base y promueve la organización de los trabajadores en el restante 87,3 % de los establecimientos, salvo los empresarios, todos debemos estar satisfechos.
El modelo sindical argentino dispuesto por la ley 23.551 es un obstáculo para ello, y que por lo tanto, la importancia del fallo de la Corte es trascendental.
En efecto, el único sindicato que puede convocar a elecciones de delegados es el que tiene personería gremial, otorgada por el Estado. Así, si todas las actividades están abarcadas por el ámbito de actuación de algún sindicato, y sin perjuicio de ello, sólo existen delegados electos en una escasísima porción de éstas, es porque los sindicatos existentes con personería gremial no convocan a elecciones, y/o porque los que existen y no cuentan con esta personería, no tienen derecho a elegir delegados. Éstos últimos son los sindicatos denominados “simplemente inscriptos”, es decir, reconocidos legalmente por el Estado como tales, pero prácticamente sin derechos realmente sindicales.
Es allí donde impacta certeramente el fallo de la Corte, ya que con este criterio, ahora todos podrían convocar a elecciones de delegados.
Estos pasos, pequeños algunos, grandes otros, pero todos hacia adelante, son los necesarios para recuperar lo perdido, lo robado: conciencia del valor de la fuerza de trabajo; conciencia del derecho a organizarse; conciencia del poder de las asambleas y de la democracia obrera; conciencia de la importancia de elegir delegados.
La madre de todas las batallas es entonces la que implique la recuperación del poder de los trabajadores en los lugares de trabajo. Cuando ello se generalice, la democracia habrá entrado en las fábricas, y ahí, otro gallo cantará.
La democracia política, inspirada en los principios de libertad, igualdad y fraternidad, se negó a ingresar a los lugares de trabajo. Dentro del taller o la oficina siguió rigiendo la monarquía. La libertad de contratar, que supone la voluntad de las partes para comprometerse en algo, no existe en el contrato de trabajo. Un jurista francés lo explica claramente: “mientras en el contrato civil la voluntad se compromete, en la relación de trabajo la misma se somete”.
Karl Korsch, eminente laboralista alemán, en 1922 lo explicó más crudamente: “La libertad e igualdad de derecho de los contratantes se muestra como el simple disfraz ideológico de la violencia brutal y descarnada que posee la relación de dominio en la que, bajo la vigencia ilimitada del principio del ´contrato de libre trabajo´, cae inevitablemente el trabajador, apenas ha cruzado la puerta de la fábrica”.
Pero justamente las condiciones de explotación que supuso la instauración del sistema del trabajo libre en el capitalismo fueron las que llevaron a los trabajadores a organizarse, a formar sindicatos.
En primer término, y haciendo un vuelo bastante superficial del tema, esto dio lugar al nacimiento de un nuevo derecho, el Derecho del Trabajo.
Esta rama jurídica especialísima, sin cuestionar esencialmente el sistema capitalista, surge para limitar el poder del patrón. Por ejemplo, al imponer salarios mínimos, impone un límite por debajo del cual no se puede explotar al trabajador, o al fijar la jornada de ocho horas diarias, que implica un límite máximo de tiempo durante el cual se puede apropiar la fuerza de trabajo.
Pero en segundo término, la irrupción del movimiento obrero puso en cuestión el poder de mando dentro de la fábrica, y esto fue así, en gran medida, a través de la figura del delegado de los trabajadores.
En Argentina, si bien hay antecedentes de la existencia de delegados de personal hacia los años ’20, fue sobre todo en los años ’30 y ’40 que esta figura se generalizó, alcanzando tanto poder en los años ’50, que llevó a las patronales a elevar su queja ante el presidente Perón: “es inaceptable que un delegado toque su silbato y paralice toda una fábrica.
Desde entonces, las luchas entre capital y trabajo tienen su sentido más esencial en la disputa de ese poder. Un análisis histórico permite afirmar que los períodos de mayor participación de los trabajadores en el producto bruto coinciden, no por casualidad, con los períodos de mayor fortaleza de los cuerpos de delegados y viceversa.
Son años en los que además, el nivel de vida de los trabajadores era realmente digno, los salarios permitían una vida cómoda, se accedía a una vivienda, los hijos de los trabajadores iban a la universidad. Aún a sabiendas del simplismo de la afirmación, no es erróneo decir que esa masa salarial era ganancia que los empresarios dejaban de acumular, en períodos donde la tasa de rentabilidad empezaba a decaer.
No es casual entonces que el principal objetivo de las patronales fuera desarticular la figura del delegado de los trabajadores.
Desde el golpe militar de 1955, la represión estuvo dirigida en ese sentido, pero a pesar de su brutalidad, al asumir el gobierno de Frondizi en 1958, el objetivo no se había cumplido.
El Subsecretario de Trabajo de Frondizi, declaró que encontró “anarquía, abusos y extralimitaciones de todo orden en los obreros. Los empresarios habían perdido el comando de las fábricas, todo lo disponían las comisiones internas; mandaban los que tenían que obedecer (…) los empresarios deben retomar el control de las fábricas”.
Pero a pesar de la merma de su poder dentro de la fábrica y de la persecución de la que fueran objeto, las comisiones internas fueron gestoras y protagonistas imprescindibles de los planes de lucha de los años 63 y 64, que incluyó la toma concertada de 800 establecimientos a la vez. El 21 de mayo del 64, y hasta el 24 de junio de se tomaron 11.000 establecimientos, operativo en el que participaron 4 millones de trabajadores.
Según informes de los servicios de inteligencia, “la ocupación simultánea de los establecimientos sólo podía ser llevada a cabo por las bases y sus representes inmediatos”.
Ello se reflejó también en las insurrecciones populares de fines de la década del ’60, como el Cordobazo y los dos Rosariazos, entre muchos otros. Es también un período de ruptura de las bases con las cúpulas sindicales, e implica que en 1974 se alcance uno de los momentos históricos de mayor participación de la clase trabajadora en el producto bruto, es decir, de salarios altos.
La movilización social de aquellos años, encabezada principalmente por el movimiento obrero, determinó que el Capital asumiera que no era posible recuperar el poder dentro de las fábricas –como presupuesto para aumentar su tasa de ganancia-, mientras de mantuvieran esos niveles de participación y conciencia de clase.
Por eso se planificó y llevó a cabo el golpe militar de 1976. Esta es la etapa donde se modifica de raíz el sistema productivo argentino, coincidentemente con la preeminencia que toma a nivel mundial el capital financiero.
Con el objetivo de implantar un plan económico que le dé más rentabilidad a las grandes empresas, la dictadura militar tiene claro que tiene que destruir el poder de los trabajadores y sus representantes.
Es sabido que la primera norma que se modifica es la Ley de Contrato de Trabajo, pero inmediatamente se prohíben las huelgas y asambleas, se intervienen los sindicatos, se eliminan los fueros sindicales, etc.
Los miembros de comisiones internas, delegados y activistas sindicales fueron los blancos más buscados por las fuerzas represivas, con la complicidad de muchas patronales: muchos delegados fueron secuestrados en la puerta de las fábricas, y hasta en algunos establecimientos y plantas industriales se montaron centros clandestinos de detención.
Así, no sólo se descabezaba las bases y se tomaban represalias por el accionar anterior de los delegados, sino que se aleccionaba a los trabajadores en general para evitar su participación sindical.
En 1982 la participación de los trabajadores en el producto bruto era ya del 22 %, es decir, en menos de 8 años se redujo a menos de la mitad (de 48 en el 74 a 22 en el 82). Lo cual coincide, en línea con lo que venimos desarrollando acerca de la implicancia de la representación en la empresa con la distribución de la riqueza, con la prácticamente eliminación de las comisiones internas.
Luego, como consecuencia de esa derrota y la debilidad que significó, vino el broche de oro en esta tareas, llevada a cabo por los gobiernos siguientes, ya democráticos, que fue la denominada “reconversión productiva”, que implicó tercerizaciones, privatizaciones, polivalencia funcional y precariedad laboral.
La dictadura militar primero, y el neoliberalismo después, tal vez en su mayor “triunfo”, lograron hacer desaparecer de la conciencia de los trabajadores el valor de su fuerza de trabajo –y por ende, de luchar por salarios dignos- y de la importancia de organizarse dentro de las fábricas.
Por supuesto, hubo grandes luchas obreras y resistencia de parte de los trabajadores y algunas expresiones sindicales, pero no fue suficiente para detener esa debacle.
Primero a través de la dictadura militar y luego mediante el neoliberalismo, la destrucción del poder de los delegados en los lugares de trabajo determinó la vuelta al poder absoluto del patrón, tal como describíamos al comienzo del presente artículo.
Es por ello que, la deuda de la democracia, empieza por ahí. Sin poder dentro de la fábrica, es muy difícil revertir la tercerización, la precarización laboral, los salarios bajos, etc.
Pero es por eso mismo también, que las experiencias mediante las cuales se ha logrado revertir ese resultado, comenzó con la organización de los trabajadores dentro de la fábrica.
Pongamos como ejemplo la actualidad de los trabajadores aceiteros, que tuvo en Rosario su punto de partida, pero hoy ya se generalizó a todo el país, en virtud de que un conjunto de obreros combativos y concientes hoy conducen la Federación de Trabajadores Aceiteros.
Eligiendo delegados en cada fábrica, haciendo asambleas, y peleando por sus salarios, llegaron a ponerse al hombro una tarea esencial de la etapa: colaborar en la recuperación de la conciencia del valor de la fuerza de trabajo de los trabajadores, perdida en el derrotero histórico que comentamos más arriba.
Los aceiteros lograron, a través de la organización y la huelga, conseguir que sus salarios sean realmente los que marca el art. 14 bis de la Constitución Nacional y el art. 116 de la Ley de Contrato de Trabajo: “la menor remuneración que debe percibir en efectivo el trabajador sin cargas de familia, en su jornada legal de trabajo, de modo que le asegure alimentación adecuada, vivienda digna, educación, vestuario, asistencia sanitaria, transporte y esparcimiento, vacaciones y previsión”. Solidariamente, se encargan cada año, además, de hacerles saber al conjunto de la clase trabajadora cuánto es ese valor. Esta es una batalla esencial del momento, que afortunadamente la dan los obreros aceiteros, con su ejemplo de lucha, pero también, y esto es lo determinante, a través del triunfo de las mismas.
En ese contexto se inscribe la lucha por la libertad y la democracia sindical que encara la Central de Trabajadores de la Argentina (CTA), como herramienta fundamental para recuperar el poder dentro de la fábrica. Esta demanda está dirigida, sobre todo, a los propios trabajadores. No es una ley la que desarrollará las fuerzas que logren revertir tantos años de retroceso en ese sentido.
Pero eso no quita que la el marco legal vigente en materia de modelo sindical y de elecciones de delegados en los lugares de trabajo no ayuda. Es realmente trágico el dato emanado del propio Ministerio de Trabajo de la Nación, según el cual sólo en el 12,7 % de los establecimientos los trabajadores cuentan con delegados que los representen ante el empleador y, vale la pena recordarlo, ante los sindicatos también.
Tampoco será a través de fallos judiciales que se lograrán los cambios. Pero una serie de pronunciamientos de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, en años recientes, pueden ayudar.
Uno de ellos, “ATE c/Ministerio de Trabajo”, declara inconstitucional la norma que dispone que sólo el sindicato con personería gremial está habilitado para convocar a elecciones de delegados. Si el fallo de la Corte impulsa la elección de delegados de base y promueve la organización de los trabajadores en el restante 87,3 % de los establecimientos, salvo los empresarios, todos debemos estar satisfechos.
El modelo sindical argentino dispuesto por la ley 23.551 es un obstáculo para ello, y que por lo tanto, la importancia del fallo de la Corte es trascendental.
En efecto, el único sindicato que puede convocar a elecciones de delegados es el que tiene personería gremial, otorgada por el Estado. Así, si todas las actividades están abarcadas por el ámbito de actuación de algún sindicato, y sin perjuicio de ello, sólo existen delegados electos en una escasísima porción de éstas, es porque los sindicatos existentes con personería gremial no convocan a elecciones, y/o porque los que existen y no cuentan con esta personería, no tienen derecho a elegir delegados. Éstos últimos son los sindicatos denominados “simplemente inscriptos”, es decir, reconocidos legalmente por el Estado como tales, pero prácticamente sin derechos realmente sindicales.
Es allí donde impacta certeramente el fallo de la Corte, ya que con este criterio, ahora todos podrían convocar a elecciones de delegados.
Estos pasos, pequeños algunos, grandes otros, pero todos hacia adelante, son los necesarios para recuperar lo perdido, lo robado: conciencia del valor de la fuerza de trabajo; conciencia del derecho a organizarse; conciencia del poder de las asambleas y de la democracia obrera; conciencia de la importancia de elegir delegados.
La madre de todas las batallas es entonces la que implique la recuperación del poder de los trabajadores en los lugares de trabajo. Cuando ello se generalice, la democracia habrá entrado en las fábricas, y ahí, otro gallo cantará.
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