Santa Catalina está de luto
por Verónika Engler




En noviembre del año pasado el Ministerio del interior declaraba que iban a entrar a los barrios con la Policía Comunitaria ya que ellos “tiene un perfil de trabajo distinto al del funcionario policial común. Tiene un proceso de selección diferente, trabaja en el terreno, busca generar confianza en los vecinos, tiene un perfil de comunicación, interactúa en el barrio para resolver problemas, y sabe escuchar”, explicaban.

También lanzó una campaña de afiches que, según ellos, buscaba promover la integración social e invitaba a reflexionar sobre la estigmatización que cae en los barrios más afectados por la delincuencia. Estos afiches, con imágenes de sonrientes policías, rezaban: ”En el Borro hay muchos jóvenes que estudian, no los borres, yo los defiendo”; ”En el 40 semanas hay mucha gente que trabaja todos los días, yo los defiendo”; En el Marconi hay mucha gente que marca tarjeta, yo los defiendo; ”En Paso de la Arena hay muchos jóvenes que no se dan la papa, yo los defiendo”

Hoy asesinaron a un muchacho trabajador, querido, conocido por muchos en el barrio, un joven que tenía toda una vida de aciertos y equivocaciones por delante. Hoy, lunes 4 de noviembre el barrio de Santa Catalina vuelve a sufrir el atropello y la bestialidad policial. Constatamos con dolor que esas simpáticas sonrisas y frases quedaron colgadas en los afiches de Bonomi. Aquí no los defienden, los asesinan. El adolescente Sergio Lemos es brutalmente acribillado por el simple hecho, o la mala estrella de pasar por el lugar donde se había cometido una rapiña. Al grito de alto se asusta y no detiene inmediatamente la moto que conducía, es baleado en una pierna y posteriormente le pegan varios tiros más por la espalda. Cae muerto en una cuneta antes de llegar a la esquina y aunque un delito no justifica una muerte, la triste verdad es que el chico ni siquiera tenía algo que ver con el robo a la almacen.

Los habitantes del barrio están indignados, con una mezcla de dolor e impotencia explican que la policía golpeó a otros jóvenes que se acercaron a intentar auxiliar a su amigo. Como una bolsa de papas, el cuerpo de Sergio, el hijo del Chino, es arrojado a la camioneta junto a su moto. Con la voz quebrada, los vecinos cuentan que el joven era un gurí tranquilo, que trabajaba y que no se metía con nadie, una familia querida y respetada. Quienes están allí, son dolorosamente conscientes de que podía haberles tocado a cualquiera de ellos. No se pueden defender del atropello policial, de la impunidad que continuamente les recuerda que viven en un barrio estigmatizado a pesar de los bonitos afiches y los discursos de los políticos que mienten. Se escuchan muchos comentarios sobre el comportamiento de la policía en el barrio, sobre la arbitrariedad con la que se comportan. También se comenta sobre el maltrato que reciben cuando son conducidos a jefatura por tener pinta de “pichis”, lo que los convierte indefectiblemente en sospechosos.

Es tarde, pero en la plaza hay también niños y niñas, madres y padres. El común denominador es el comentario de “no puede ser, no pueden hacer esto”. Bronca, frustración, duele hasta la médula; hoy es el hijo del Chino, mañana puede ser uno de los míos piensan.

Prenden fuego algunas llantas, llega un camión de bomberos que estaciona por la calle Victor Hugo, a varios metros de donde nos encontramos reunidos los vecinos. Algunos gurises quieren tirar piedras, es duro el dolor cuando se ata en la garganta como una soga que ahorca, cuando se instala como una bola de fuego en la boca del estomago. La mayoría los persuade de que mantengan la calma. Llegan varios autos de la policía que paran también a prudente distancia, se queman más cosas, se corea pidiendo justicia… si, justicia, esa palabra que al entender de muchos de nosotros ha perdido sentido ahogada en el mar de impunidad reinante.

La oportuna llegada de la prensa aplaca un poco los ánimos, es importante que esto se sepa, que se escuche este pedido de justicia, los milicos no arremeten mientras hay cámaras, saben que están en falta, ¿pero son conscientes de que se convirtieron una vez más en asesinos del pueblo?

Ayer me sentí orgullosa de vivir en Santa Catalina, de compartir la indignación de un pueblo dolido y de la valentía que demostraron al expresarlo.Sin embargo, siento vergüenza de que algunos se titulen de izquierda, de que se mientan defensores de los derechos de los desprotegidos y vulnerados mientras en realidad los atropellan y vejan, los hacinan en vergonzosas cárceles, los torturan y convierten en un número de un expediente... Los “daños colaterales” que está provocando la política de represión del ministro del interior, nos duelen a muchos y nos está costando caro en vidas, vidas que importan.


Si la policía no se hacía presente en fantástico despliegue de poder represivo, los vecinos se dispersaban antes, pero al verlos bajar de los vehículos, munidos de cascos, chalecos y escudos, apenas un par de horas después de haber asesinado a un botija, se encendió la rabia y se avivó el dolor. ¿Acaso piensan los “superiores” que mueven a estos títeres armados, que el pueblo no tiene derecho a estar indignado, a sentirse vulnerado y jodido hasta el cansancio y a manifestarlo?, ¿acaso se olvida Bonomi and company de la lucha de los Tupamaros?, esa historia que los llevó al gobierno. Padecen una amnesia de acomodo político, olvidan los tiempos en los que parecía que por sus venas corría la sangre que hierve de indignación frente a la injusticia: “La sangre de Tupac, la sangre de Amaru, la sangre que grita, libérate hermano...”

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