El traidor redivivo
La resurrección de Héctor Amodio Pérez fue una costosa operación política que salió mal. A pocas horas de su llegada, el pasado viernes 7 de agosto, atravesando el VIP del aeropuerto y acompañado por una custodia exagerada, toda la trama se convirtió en una opereta de la que hoy nadie quiere hacerse cargo. Pero es necesario recorrer pacientemente los pasillos de la razón para intentar darle un sentido histórico y político a esta onerosa gaffe protagonizada por los diarios El País y El Observador y sus periodistas, que ahora “no entienden” o se sienten “profundamente avergonzados” porque la basura se les fue a la mierda.
El mito tupamaro o la mística de nuestra peculiar guerrilla urbana, sería un asunto de exclusivo interés de los académicos y los aficionados a la novela histórica, si no fuera por algunos pequeños detalles de los cuales me permito enumerar dos: el dirigente del MLN José Mujica Cordano llegó a ser presidente del Uruguay y quizá la figura política con mayor proyección internacional de nuestra historia. Y el otro detalle que le otorga interés al “mito” es que Raúl Fernando Sendic, primer hijo del legendario líder de los tupamaros, se convirtió en vicepresidente por el voto popular, luego de haber triunfado en la elección interna de la fuerza política más convocante de nuestro país. No sería nada extraño que se postulara para competir por la presidencia en próximos períodos, porque además es un tipo bastante joven.
Las carreras políticas rutilantes de algunos tupamaros, ex tupamaros y hasta descendientes de tupamaros, le otorgan a esa “leyenda” una vigencia política inocultable. Hasta la última elección de octubre, el Movimiento de Participación Popular, construido alrededor del MLN- T y su Lista 609, continuaba siendo la opción electoral con más votos. Y el traspié de la ex guerrillera Lucía Topolansky frente a Daniel Martínez en las elecciones municipales no puede soslayar que dos intendentes frenteamplistas provienen de ese tronco, así como varios ministros y una treintena de legisladores. Simultáneamente, el otro lado del mostrador está políticamente muerto. Incluso al Partido Colorado el apellido Bordaberry, lejos de significarle un activo, le resulta un lastre, como hemos podido comprobar en varias ocasiones.
En ese contexto, destruir el “mito tupamaro” es un objetivo importante en la batalla cultural que se han decidido a dar los derrotados de la actualidad, utilizando para ello su mejor instrumento: los medios de comunicación. Pero destruirlo con tiempo. Horadarlo. Hacerle una serie de mellas progresivas que terminen por hacer colapsar la estructura del relato, hasta destruir la credibilidad de la versión tupamara de su propia historia, su auge y su caída.
En algún momento la derecha empezó a leer a Antonio Gramsci. Y así, el miércoles 29 de octubre de 2014, tres días después de que el Frente Amplio obtuviera la mayoría parlamentaria por tercera vez consecutiva, el diario El País publicaba un editorial titulado “Razones para una nueva mayoría” en el que, dirigiéndose abiertamente a los líderes de la oposición, les llamaba la atención sobre ese intrincado asunto de la hegemonía cultural. De este modo, El País explicaba por qué el Frente Amplio había arrasado en las urnas una vez más, y animaba: “Se trata de la hegemonía cultural: la generación de un relato, de una identidad, de un deber ser, de un universo simbólico que, todos juntos, producen sentido común ciudadano y aseguran los cimientos para mayorías de izquierda sólidas y duraderas. Hay que entender que la inmensa mayoría de las decisiones de voto en nuestro país no se definen faltando pocos meses o semanas para las elecciones. Aquí hay cultura política de larga duración. Y ella está afirmada en una socialización cultural y ciudadana que legitima las opciones de izquierda”. En este franco, inesperado y correcto análisis del editorialista de El País está la clave para entender lo que se buscaba con la resurrección de Héctor Amodio Pérez, resurrección que viene sucediendo desde 2013, pero que tomó otro cariz con el anuncio de su regreso. Amodio volvió para poner en tela de juicio la historia oficial de los tupamaros. El objetivo de su retorno y de su relato para él mismo y hasta para el autor del libro es irrelevante. Lo único que importa es el objetivo político de los que lo hicieron revivir. Los que financiaron la parada. Lo trajeron, lo pusieron en el Sheraton, lo anunciaron con bombos y platillos, le pusieron una guardia como para proteger a un presidente y, cuando la cosa se puso espesa, le contrataron un abogado para que lo defendiera.
Ya en el año 2004, en plena campaña electoral que llevó al Frente Amplio al gobierno por primera vez, por los subterráneos de la información surgió la especie de que Julio María Sanguinetti estaba orquestando el retorno de Héctor Amodio Pérez con su “verdad”. Quería que la verdad del traidor viniera a suplantar la “verdad” de los tupamaros, a caballo de una buena campaña propagandística para afectar electoralmente a la izquierda. Nadie sabía si aquel rumor tenía algún asidero, y lo cierto es que Amodio no reapareció, pero ahora es posible presumir que no reapareció en aquel momento sólo por un cálculo. Porque es evidente que los colorados siempre supieron dónde estaba Amodio y con qué identidad. Así como deben saber dónde está Alicia Rey y con qué identidad se oculta, si es que todavía vive. No pueden ignorarlo, porque ahora sabemos que la salida de Amodio Pérez del país no fue una fuga ni un exilio común y corriente. Incluyó un acuerdo directo entre Juan María Bordaberry y el dictador español Francisco Franco para darle una nueva nacionalidad, acuerdo que es imposible que ignoraran los líderes colorados. Y además, un acuerdo que quizá implicó algo más que el refugio. Cuando Amodio Pérez llegó a España, en octubre de 1973, España no era la España de hoy: lo que imperaba era una de las últimas dictaduras fascistas de Europa, y grandes movimientos rebeldes se producían tanto en España como en los países de la región. En diciembre de 1973, la ETA mataría al presidente español de facto designado por Franco como su sucesor, Luis Carrero Blanco; en abril de 1974 triunfaría en Portugal la Revolución de los Claveles contra la dictadura de Salazar, y meses después caería la dictadura de los coroneles en Grecia. Es muy probable que Amodio haya cumplido “funciones” también en Europa, muy especialmente dirigidas contra los latinoamericanos que llegaban al viejo continente huyendo de las dictaduras del cono sur. Porque el Cóndor voló en América, pero también en Europa, así que tuvo agentes en todos lados. Que varios años después haya puesto una imprenta no le quita el peso de la sospecha.
El desfile de Amodio Pérez por los juzgados va a permitir conocer mucho más de esta historia. Porque más temprano que tarde el hombre va a intentar reconstruir su relato, y va a largar información de manera incontenible. Dicen los que lo conocen que “va a haber que pegarle para que deje de hablar”. Es un hombre al que le cuesta mantenerse en silencio. Su colaboración en delitos de lesa humanidad lo puede llevar preso debido a su extraña condición de paramilitar notorio, que impide que tanto la ley de caducidad como la de amnistía lo amparen. Su testimonio, corrido ya el manto de exculpación con el que quisieron cubrirlo, puede abrir una puerta para que la Justicia indague y obtenga información valiosa que permita aclarar muchos crímenes y determinar responsabilidades durante el terrorismo de Estado, por lo menos hasta octubre de 1973, o aun después, como el asesinato de Ramón Trabal en Francia en 1974. Sólo hay que mantener la indagatoria, haciéndolo responder cotidianamente a las preguntas de la Justicia, tolerando el testimonio de las múltiples personas que traicionó y haciéndole sentir el desprecio de la sociedad, para que se ponga a ordenar los papeles nuevamente.
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