Poco a poco me fui enterando de su suplicio. Primero subir al camión militar y sufrir la capucha y las manos atadas por crueles alambres. De inmediato el interrogatorio. El pobre Juan tuvo la entereza de la que carecieron muchos más avezados conspiradores. Cuando le preguntaron dónde estaba cuando lo fueron a buscar contestó que estaba recibiendo clases…en lo de un profesor de derecha. El Caciquillo era consciente de que si me nombraba, me irían a buscar a mí en unos pocos minutos. Luego las preguntas en las sesiones de tortura con picana eléctrica y “submarino” o tortura de inmersión simultáneos. Los días y semanas de plantón, las golpizas tremendas. Las preguntas: “cuál es tu seudónimo en la guerrilla?, ¿quién te reclutó?, ¿cuál era tu función en la columna guerrillera? Le querían hacer firmar que pertenecía a la organización subversiva y Juan se negaba. Él se empecinaba: no era más que un simpatizante del partido de izquierda, nada tenía que ver con la guerrilla. Entonces, más se ensañaban, lo consideraban un “duro” y entonces había que lacerarlo aun más. Juan se sentía morir, quería morir, evadirse de ese tormento insufrible. En ocasiones estaba tan sin fuerzas que ni el choque eléctrico aplicado cuando tenía la cabeza en “el tacho”, lo hacía tensar y levantarse. Se quedaba con la cabeza sumergida y quería morir. Sus verdugos dudaban: unos creían que simulaba, otros que se estaba verdaderamente muriendo. Posiblemente la verdad estaba en el medio, o en las dos partes. ¿Quién puede dejar de reaccionar ante un choque eléctrico brutal en los genitales?
Un buen día lo anonadan. Llevan a enfrentarlo a una pobre chica, militante de izquierda, a quien él conocía bien del pueblo. Ella parecía un pollito mojado, totalmente acobardada, apocada, era una pobre cosa inerte y sin voluntad. Ella tampoco tenía que nada que ver con la guerrilla, pero afirmó frente a los militares que lo había reclutado a Juan, que él era el encargado de preparación militar de la columna y dio como seudónimo un apodo por el que Juan era conocido por todos en su pueblo. Él se quedó mudo. No podía entender ni aceptar esta mentira. Abrumado aceptó firmar todo lo que le presentaron.
Cuando lo llevaron a bañarse finalmente pudo mirar su cuerpo como si fuera el de un extraño. Tenía las piernas tan hinchadas que le parecían balones, hematomas tremendas por todos lados, el color de su hinchada piel amoratado; dudó por momentos si podría sobrevivir en ese estado.
Luego el traslado en camión, lo bajaron a patadas y empujones con la capucha puesta, a ciegas y con las manos atadas. Pero parecía casi el paraíso luego de los tormentos sufridos en el cuartel.
Lo que no había habido tiempo de hacer, lo que quizás nunca hubiera ocurrido, lo lograron los militares: para sobrevivir la única opción válida era integrarse; se unió a la guerrilla a la que nunca antes había pertenecido y por cuya presunta pertenencia estaba preso y había sido torturado. Pero aún había que sobrevivir los años en el famoso Penal de Libertad. Cada día algún compañero se sumía en la enajenación o la muerte. Había que ser solidario pero tratar al mismo tiempo de salvarse, de resistir.
Había lealtades que conservar. Cuando le anunciaron que sería liberado, luego de cuatro largos años, le prometió a un compañero de su pueblo que iba a ayudar a la compañera de éste a irse del país.
Todavía la epopeya de huir de los militares; irse del país, era lo único que podía hacer, empezar la vida de vuelta en otro lado, más libre; no encontraba posibilidades reales para quedarse.
Luego de salir de la cárcel, el vértigo, el casamiento, la huída con la compañera a quien había prometido ayudar y otra pareja.
Un buen día lo anonadan. Llevan a enfrentarlo a una pobre chica, militante de izquierda, a quien él conocía bien del pueblo. Ella parecía un pollito mojado, totalmente acobardada, apocada, era una pobre cosa inerte y sin voluntad. Ella tampoco tenía que nada que ver con la guerrilla, pero afirmó frente a los militares que lo había reclutado a Juan, que él era el encargado de preparación militar de la columna y dio como seudónimo un apodo por el que Juan era conocido por todos en su pueblo. Él se quedó mudo. No podía entender ni aceptar esta mentira. Abrumado aceptó firmar todo lo que le presentaron.
Cuando lo llevaron a bañarse finalmente pudo mirar su cuerpo como si fuera el de un extraño. Tenía las piernas tan hinchadas que le parecían balones, hematomas tremendas por todos lados, el color de su hinchada piel amoratado; dudó por momentos si podría sobrevivir en ese estado.
Luego el traslado en camión, lo bajaron a patadas y empujones con la capucha puesta, a ciegas y con las manos atadas. Pero parecía casi el paraíso luego de los tormentos sufridos en el cuartel.
Lo que no había habido tiempo de hacer, lo que quizás nunca hubiera ocurrido, lo lograron los militares: para sobrevivir la única opción válida era integrarse; se unió a la guerrilla a la que nunca antes había pertenecido y por cuya presunta pertenencia estaba preso y había sido torturado. Pero aún había que sobrevivir los años en el famoso Penal de Libertad. Cada día algún compañero se sumía en la enajenación o la muerte. Había que ser solidario pero tratar al mismo tiempo de salvarse, de resistir.
Había lealtades que conservar. Cuando le anunciaron que sería liberado, luego de cuatro largos años, le prometió a un compañero de su pueblo que iba a ayudar a la compañera de éste a irse del país.
Todavía la epopeya de huir de los militares; irse del país, era lo único que podía hacer, empezar la vida de vuelta en otro lado, más libre; no encontraba posibilidades reales para quedarse.
Luego de salir de la cárcel, el vértigo, el casamiento, la huída con la compañera a quien había prometido ayudar y otra pareja.
Ya pasada la frontera, cuando van a sacar pasaje para la capital del país vecino, se enteran de que necesitaban un documento expedido por las autoridades de su país.
¿Volver para atrás de la frontera a su país de origen? Era más o menos igual que volver a la cárcel. Derrotados se sientan los cinco adultos, con las dos niñas de la compañera sola, en la vereda. Sienten que un estupor de muerte los invade.
Ya desesperado Juan se acerca al guardia de frontera del país vecino y le pide un mate, viendo que lo estaba tomando.
¿ Você que é branco quer tomar cimarrao comigo que sou preto?
- Si, sí, dame un cimarrao.
El guardia negro, conmovido, mira a las niñas y concede; - Bom. dois de vocês vão procurar o papel, os outros se podem ficar.
Las dos que no tenían antecedentes fueron entonces a buscar los documentos requeridos.
Finalmente podían escapar a la capital, a la organización de refugiados de las Naciones Unidas, al exilio en el norte de Europa…, a la lucha con el idioma, con las costumbres, a salvar a su pequeña hija, a salvarse él mismo, a aprender, aprender soñando con algún día volver y redimirse frente a sus verdugos, a los que le negaron toda dignidad, todo valor, a aportar en la sociedad de su propio país, querido y temido, temido y amado, odiado en sus atormentadores, amado en sus amigos, y hermanos, y padres, y familia…
Pasaron los años de lucha con los inviernos oscuros y recluidos. Sin cuartel con los estudios, llegaron los títulos, los diplomas, los reconocimientos, y encontraron la vieja autoestima, la honradez, la limpieza; Juan conservaba esto de su esencia.
Luego llegó la añorada caída de la dictadura militar, los gobiernos civiles.
Cuando llegó la hora de volver Juan el Caciquillo, acosado entre el encono y el cariño, se vio inexorablemente expuesto a los fantasmas del pasado.
* Este relato es estrictamente cierto. Sólo hay nombres ficticios y omisión de lugares concretos.
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