El taxista londinense que combate con los talibanes

Con los talibanes en Afganistán (I)
El taxista londinense que combate con los talibanes

guardian.co.uk

Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens

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Combatientes talibanes en Dhani-Ghorri, Afganistán. Foto: Ghaith Abdul-Ahad para The Guardian
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El paisaje de Dhani-Ghorri en el norte de Afganistán es un centón de campos divididos por arcenes de tierra, álamos y canales de irrigación. Al conducir al distrito para encontrar al comandante de los talibanes del área a finales del mes pasado, adelantamos a hombres y muchachos que cocinaban arroz en hornos de barro, amontonaban sacos de cebollas rojas sobre camiones o seguían a rebaños de cabras y ovejas.
Nuestros escoltas eran una mezcla de etnias afganas –uzbecos, hazara, tayikos y pastunes– de Baghlan y sus provincias vecinas. Lo más sorprendente, sin embargo, fueron los dos que dijeron que viven en Gran Bretaña.
Nos pidieron que esperáramos al jefe de distrito en la casa de un hombre corpulento, barbudo y que hablaba un inglés aceptable con un indicio de acento londinense. Durante la mayor parte del tiempo vive en el este de Londres, dijo, pero iba a Afganistán a combatir durante tres meses al año. Era un mullah y tenía el rango de comandante de mediano nivel de los talibanes.
“Allá trabajo como conductor de minitaxi,” dijo. “Gano bastante dinero, sabe. Pero esta gente son mis amigos y mi familia y es mi deber venir a combatir la yihad con ellos.
“Hay mucha gente como yo en Londres”, agregó. “Reunimos dinero para la yihad durante todo el año y si podemos venimos y combatimos”.
Compartía una casa de estilo en un complejo en Dhani-Ghorri con sus hermanos y hermanas y las familias de éstos. El hermano mayor, un maulvi, clérigo, también vive en Londres. De sus dos hermanos más jóvenes, uno vive en Dubai y el otro –un joven de barba roja que estaba sentado en un rincón desgranando su rosario y murmurando– en Noruega.
La temporada de los combates llegaba a su fin, dijeron, y los cuatro se estaban preparando para volver a sus vidas civiles en el extranjero.
Nuestro anfitrión explicó la demora en la llegada del jefe del distrito: estaba resolviendo una disputa entre dos aldeas y llegaría pronto.

Una sucesión de campesinos barbudos que acababan de terminar su trabajo en los campos llegaron a la casa mientras esperábamos, trayendo con ellos un olor a sudor y barro. Charlaban sobre la operación del día antes, en la cual uno de sus compañeros atacó un convoy de la OTAN con un chaleco suicida. Había llegado exitosamente al martirio, matándose en la operación, dijeron.
Cuando Lal Muhammad, el jefe del distrito, entró en la habitación, todos los hombres saltaron y se pusieron en posición de firmes.
Lal Muhammad es un maestro de madraza pequeño y serio de 32 años. Con su impecable shalwar qameez azul y gafas marrones oscuras era más fácil imaginarlo dando una clase de teología que dirigiendo a hombres en la batalla. Se sentó con las piernas cruzadas, saboreando el silencio y su autoridad. Explicó que en tres años su banda de talibanes había crecido hasta suplantar al gobierno como verdaderos gobernantes del distrito. Primero, sin embargo, me mostraría una película en su teléfono móvil.
El jefe de distrito
“Tenemos que documentar todo”, dijo Lal Muhammad. “Llevamos este filme a nuestros dirigentes en Pakistán para mostrar el tipo de trabajo que estamos haciendo y recibir órdenes”. El vídeo muestra una de sus primeras operaciones, cuando sus hombres secuestraron siete camionetas verdes de la policía afgana y desarmaron a docenas de policías afganos uniformados. Los policías se formaron a lo largo de un lado de un camino de tierra, mientras la estrella de la escena, Lal Muhammad, se pavoneaba ataviado de nuevo con un shalwar qameez recién lavado, y el comandante de la policía lo seguía mansamente.
Un policía apareció de detrás de un muro de adobe, entregó sus armas y fue a pararse con el resto. “Si sólo se rinden como estos hombres, tomamos sus armas y los liberamos. Si combaten los matamos.”
Hace tres años, él y otros pocos maestros de madraza comenzaron a librar escaramuzas a pequeña escala contra el gobierno.
“Había gente en la aldea y en la madraza a la que le gustaban los talibanes y querían que volvieran, pero entonces el gobierno era fuerte, e incluso controlaba el campo. Realizamos reuniones con los mullahs de las mezquitas. Nos apoyaron porque combatíamos a los extranjeros, de modo que juntamos algunas armas.”
“Doce Kalashnikov", dijo el corpulento talibán inglés.
“En las primeras dos operaciones los combatientes eran sólo maestros y estudiantes de la madraza”, dijo Lal Muhammad. “Arrestamos a los policías, quemamos sus coches, distribuimos sus armas y los muyahidines comenzaron la lucha. Volvimos a reunirnos con los mullahs y les dijimos que ahora podíamos. Nos dieron su bendición.”
A medida que crecía la reputación de Lal Muhammad, otros se unieron a su lucha. “A medida que los viejos talibanes comenzaron a conocer nuestra reputación, empezaron a unirse a nosotros. Estudiantes de la madraza local y de Pakistán vinieron a trabajar en la yihad y a ayudarnos.”
Acabaron llegando bendiciones de la dirigencia de los talibanes en Quetta y se establecoeron dos Komissyons –consejos talibanes–, uno civil y otro militar. Siguió enseñando en la madraza local no lejos de la aldea.
“La mayor parte del área está ahora en manos de los talibanes”, dijo. “Cada semana realizamos dos o tres actividades. A veces bloqueamos la carretera y registramos los coches, a veces atacamos a la policía, y a veces atacamos camiones cisterna de carburantes de la OTAN.”
Un muchacho entró a la pieza con un vaso de agua. Lal Muhammad murmuró palabras al agua y la sopló tres veces.
“Por bendecir el agua de la gente de la casa es un hombre religioso y la gente lo quiere”, dijo el talibán británico.
Lal Muhammad volvió a levantarse y los hombres se pusieron en pie de un salto. Lo siguieron al pequeño sendero de tierra fuera de la casa donde se arrodillaron, lavaron sus caras, sus manos y sus pies en una pequeña acequia de irrigación, y luego entraron a una mezquita de adobe de una sola pieza donde dirigió sus oraciones.

Los combatientes
Después de almuerzo Lal Muhammad nos llevó al campo a ver a sus combatientes. “Te lleva a ver todo esto porque eres árabe”, me dijo el talibán británico.
Nos apretujamos en el asiento trasero de un viejo Toyota con un maestro árabe con gafas que puso un Kalashnikov entre sus rodillas y un joven campesino quien sostenía una ametralladora contra su pecho. Lal Muhammad se sentó en el asiento del pasajero y el talibán de barba roja que vivía en Noruega condujo el coche.
Aceleramos por un estrecho camino de tierra tocando a todo volumen música de los talibanes. El talibán de barba roja cantaba, se daba vuelta a cada rato con una amplia sonrisa en su cara llena de pecas, y traducía las palabras: “Oh mártir, marcha hacia el enemigo…”
Nos detuvimos en un pequeño bazar entre dos filas de negocios con paredes de adobe. Había una clínica, una farmacia, una escuela. Dos mujeres con burkas azules estaban sentadas al borde del camino esperando un taxi y unos pocos niños corrían alrededor.
Conté 14 talibanes con túnicas sucias, gorros brillantes y turbantes que se arrellanaban a la sombra de los negocios o atendían un punto de control en el camino, deteniendo a carretas con burros y taxis. Los hombres se pusieron firmes ante Lal Muhammad. Formaron una fila temblorosa bajo la mirada penetrante de su comandante, un hombre alto y delgado con pequeños ojos duros y un aparato transmisor-receptor, que detenía a los coches y miraba su interior.
El segundo puesto de los talibanes estaba en una aldea uzbeka. Durante visitas previas a los talibanes en el norte había visto que el movimiento es predominantemente pastún, pero en el último año unidades uzbekas y tayikas han comenzado a aparecer en Baghlan, Faryab y otras provincias.

“Controlan sus áreas”, me dijo Lal Muhammad. “Les dimos armas. Son independientes en su áreas, pero bajo la dirección del movimiento de los talibanes.”
La mayoría de esos combatientes eran jóvenes adolescentes, pero el comandante era un uzbeko mayor que había combatido en la guerra civil en los años noventa. ¿Por qué volvía a combatir? “Porque están los extranjeros”, dijo.
Después de que abandonamos la aldea, Lal Muhammad me dijo: “Por doquier ves a los talibanes, tienes que comprender que los talibanes crecen entre la gente. No podemos sobrevivir en un área sin el apoyo de la gente, la mezquita es nuestra base, las casas son nuestra base, la madraza es nuestra base. Cada RPG (granada propulsada por cohete) nos cuesta 1.300 afganis (26 dólares). Cada día realizo operaciones y uso cohetes. ¿Cómo podría hacerlo si la gente no pagara por nosotros?
“Ayer hubo un ataque suicida con coche bomba. La gente de la aldea compró el coche, no yo.”
El tercer puesto avanzado se parecía más a un campamento del ejército. Cien hombres se habían reunido en un huerto. Estaban subdivididos en grupos más pequeños, cada uno dirigido por otro comandante y basado en una aldea o granja diferente. El grupo más joven estaba compuesto por muchachos adolescentes de la madraza armados con antiguos rifles de la Segunda Guerra Mundial. Llevaban turbantes negros y sus ojos estaban pintados de negro con kohl.
Alguien gritó y el grupo se dispersó rápidamente, a pie o en motocicletas. Lal Muhammad se paró en la puerta estrechando manos y aceptando saludos.
De vuelta al complejo del talibán inglés, muchos de los comandantes que estuvieron en el huerto se sentaron alrededor de Lal Muhammad. Entre ellos Haji Saleh, un hombre mayor de unos sesenta años, quien dijo que combatió por primera vez a los extranjeros hace 31 años. Entonces se llamaban rusos, dijo, pero todos son lo mismo, todos infieles.
La tarea de Haji Saleh era colocar minas. “Salgo de noche a colocar minas y trampas en el camino”, dijo. Trabajaba con otro combatiente, Bilal, el experto en electrónica del grupo.
A Bilal, de Afganistán oriental, también le llamaban ingeniero sahib, porque tiene un título de ingeniería de una universidad de Pakistán.
Bilal pasaba la noche enseñando a sus compañeros a derribar helicópteros (“Disparad a los rotores. No disparéis cuando se acerca, disparadle por detrás”) y me dijo que sus compañeros de Pakistán les suministran mapas de Google Earth que utilizan para ubicar bases del gobierno e identificar objetivos para sus morteros.
Haj Saleh dio a Bilal una pequeña mina terrestre de plástico, Bilal introdujo un objeto de metal parecido a un tornillo y lo retorció, luego los dos se fueron. Cuando volvieron una hora más tarde, la mano de Bilal estaba cubierta de una capa metálica plateada que quemaba su piel.
Después de la cena, Lal Muhammad pidió permiso y abandonó el complejo. Duerme en una casa diferente cada noche para evitar intentos de asesinato, me dijeron.
Antes de ir a dormir, el talibán del este de Londres me mostró fotos en su teléfono móvil de amigos que habían muerto en los combates. Sonreía mientras miraba las fotos, pero había lágrimas en sus ojos.

La batalla
Los estadounidenses iniciaron su ataque en la mitad de la noche. Nos despertamos a las 2 de la mañana cuando un hombre irrumpió en la pieza gritando: “¿Dónde están los cohetes? ¡Los estadounidenses están aterrizando!”
En algún sitio en la oscuridad afuera pudimos escuchar el sonido de un helicóptero que aterrizaba. Las ventanas traqueteaban y la casa temblaba.
“¿Dónde están los cohetes?” volvió a gritar el hombre, con su voz trémula por el temor y la cólera.
Sonaba ruido de ametralladoras en toda la aldea. Se pudo oír un segundo helicóptero que daba vueltas sobre la casa. Las ventanas resonaban con el ruido de los rotores, un zumbido que aumentaba cada vez más hasta que era ahogado por el rugir de los rotores.
Bilal, que había estado dormido en un rincón de la pieza, arrojó su frazada, se puso en pie de un salto y salió corriendo de la casa. El corpulento talibán inglés estaba parado en el patio disparando su Kalashnikov hacia la oscuridad. Un fogonazo blanco brilló a través de la ventana sobre la pared y alumbró la pieza.
Cuando llegaron los cohetes, los talibanes dispararon tres desde la calle delante del complejo. Cayeron lejos con un golpe sonoro.
Los estadounidenses respondieron con un misil que dio contra la pared frente a nosotros. Las ametralladoras matraqueaban continuamente: el sonido metálico de los Kalashnikov de los talibanes luchando contra el staccato más lento de las armas estadounidenses.
Los talibanes comenzaron a disparar morteros desde el patio de nuestro complejo, y cada obús producía un silbido metálico seguido por un ruido sordo.
Una hora después, pude oír a los helicópteros que se iban y la batalla se redujo poco a poco a un intercambio intermitente de balas. El talibán inglés volvió a entrar a la pieza y dijo que Bilal había sido capturado por los estadounidenses y que los talibanes atacarían el área donde habían aterrizado y tratarían de liberarlo.
La batalla recomenzó, esta vez desde múltiples direcciones, mientras los talibanes insistían en el ataque. El helicóptero artillado volvió rápidamente, volando bajo y descargando andanadas de fuego de cañón antes de volver a dar la vuelta para otro ataque. Pareció por un momento que los talibanes habían dejado de combatir, fuera de unos pocos tiradores obstinados.
Cerca de las 4:30 de la mañana llegó otro helicóptero y aterrizó cerca. La vibración abrió violentamente las ventanas de la casa y la pieza se llenó de viento helado y polvo.
El fuego de los fusiles llegó a un crescendo mientras afganos y estadounidenses vaciaban sus cargadores al mismo tiempo. El helicóptero se elevó y se fue. El silencio siguiente fue interrumpido por una voz que llamaba a la oración y gritos atenuados de “¡Allahu Akbar!” (Alá es Grande).
La batalla –una de las muchas que ocurren cada noche en Afganistán entre fuerzas especiales de EE.UU. y combatientes talibanes– había durado tres horas.
El mártir
Incluso antes de que el talibán de barba roja fuera declarado muerto, una mujer comenzó a llorar, sus sollozos atenuados resonaban sobre la aldea en silencio. El alba empezaba a rayar cuando llevaron el cuerpo al patio, envuelto en una frazada roja con flores amarillas metida bajo el mentón del talibán, dejando al descubierto sólo su cara. Lo depositaron en el suelo. Alguien iluminó su cara con la luz de un teléfono móvil. Tal vez haya sido la luz débil o el polvo que cubría su cara, el hombre muerto ahora se veía gris.
La voz de la mujer que lloraba fue ahogada por los lamentos de las otras. El hermano menor del talibán muerto abrazó el cuerpo y lloró.
“Su pasaporte estaba listo”, gritó. “¡Se iba dentro de tres días!”
Más combatientes, con fusiles apoyados en sus espaldas, estaban a la sombra contemplando la escena en silencio.
El hijo del talibán muerto, un muchacho joven con un kufi blanco, salió de la casa con la cara húmeda por las lágrimas que corrían por sus mejillas. Una mujer con burka azul y pantalones rojos corrió sollozando al patio. Se detuvo a unos metros del cuerpo, se dio la vuelta y se fue, y luego volvió a darse vuelta y trató de acercarse. Se detuvo de nuevo, llorando, y se fue corriendo, con la tela azul revoloteando detrás de ella.
El talibán británico, en cuclillas en un rincón contra una pared, su cara marcada, su boca temblorosa, con lágrimas que corrían por sus mejillas hacia su barba.
Ahora el cuerpo estaba rodeado de combatientes. Pasaban sus dedos por su pelo, limpiaban su cara y besaban sus manos. Levantaron la frazada para mirar el pequeño agujero en el lado de su cabeza y examinar su pecho manchado de sangre.
De vez en cuando el hermano joven que lloraba interrumpía su obsesivo paseo para colocar la frazada bajo el mentón del cadáver como para protegerlo del frío de la mañana.
El cuerpo fue llevado a la sección de las mujeres de la casa y los lamentos fueron insoportables incluso para esos duros combatientes campesinos. Salieron arrastrando los pies de la casa, algunos llorando, otros en silencio, a pararse al borde del camino.
Llevaron más víctimas, entre ellos un joven muchacho que iba en la parte trasera de un coche con su camisa bañada en sangre, su mano cubriendo la órbita de su ojo derecho del que salía líquido que le corría por la cara.
Su padre era el profesor de árabe, quien también resultó herido. Otro talibán había muerto, dijeron los hombres. El hijo del talibán de barba roja corría como enloquecido por la pieza gritando: “¡Venganza! ¡Venganza! ¡En nombre de Dios!”
Cerca de las siete de la mañana, Bilal llegó al complejo –finalmente no lo habían capturado los estadounidenses. Ordenó que los combatientes se dispersaran en caso de que un drone los viera, luego me enfrentó.
“Queremos que nos acompañe”, dijo. “Tenemos que hacerle algunas preguntas”.
    • Próximo reportaje: “Cinco días en una prisión de los talibanes”
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Fuente: http://www.guardian.co.uk/world/2010/nov/24/the-taliban-troop-london-jihadists
rCR



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