El primer paquete

El primer paquete

Cuadro de Luis Ferrer, Paysandú, Uruguay
Flor de Otoño

Mientras estaba esperando el transporte que me llevaría de vuelta a mi casa en el barrio de Tigre, a una hora de tren pendular de la estación Retiro en el centro de la ciudad de Buenos Aires, dudé por algún momento si ponerme el pequeño envoltorio en el bolsillo de mi chaqueta o si llevarlo en la mano.
Era un paquete pequeño. Me lo  habían dado en el Hospital Italiano, frente de donde yo me encontraba luego de que yo pagara una suma que cubría la cuota para partos, pero no sin antes tener que superar la desconfianza del personal de dicho sanatorio porteño, que recelando a causa de mi pobre vestimenta, no me lo querían entregar antes de percibir ese monto de dinero.
Dentro del paquetito latía con tibieza mi hijo, un ser humano nuevo que iría a trazar su sendero en la vida y a ser útil a la sociedad de alguna manera. Había pesado solamente un kilo y novecientos gramos, un poco menos de dos kilos, casi el peso de lo que uno podía comprar en la carnicería para hacer un asado.
Me habían dado , luego de que el dinero que pagué los había convencido de interrumpir el secuestro del bebé, un carnet de color celeste con la huella de su pie. Parecía una huella de juguete, de algún pequeño muñeco.
La aventura del parto había comenzado cuando mi mujer sufrió la rotura de la bolsa amniótica, la membrana que recubre el feto y que habría debido rasgarse normalmente unos minutos antes del alumbramiento en sí. Le aconsejaron quietud y cuidado.
Cuando sintió los dolores de parto unos días después, no tuvimos más remedio que buscar su internación en algún hospital o sanatorio.
Yo recordé que, justo ese día, yo cumplía un mes de trabajo en la Universidad de Buenos Aires, donde yo había ingresado por concurso como profesor ayudante de matemática en la Facultad de Ingeniería, y por lo tanto me correspondía la obra social de la universidad y por ello atención médica en el mejor sanatorio de Buenos Aires, el renombrado Hospital Italiano.
No teníamos más remedio que viajar en el tren pendular desde Tigre hasta Retiro, desde donde yo tomé un ómnibus hasta la oficina de la Facultad de Ingeniería, mientras mi mujer esperaba sufriendo los dolores previos al parto en la estación Retiro.
Cuando volví con el papel que me acreditaba para utilizar los servicios médicos de la obra social de la universidad, fuimos finalmente hasta el Hospital Italiano, llevando todo el tiempo a nuestro hijo mayor, Ismael, que tenía entonces algo menos de tres años.
Una vez internada respiré más aliviado. La dejaron aún unos días en tratamiento, procurando dilatar el parto lo más posible mientras preparaban al niño a punto de nacer para su aparición prematura al mundo. Para nuestra fortuna, le correspondía ser atendida por el mejor médico obstetra de Argentina, el Dr. Ricardo Gavensky.
Pero ahí estaba yo entonces, con mi hijo recién nacido en las manos, mientras mi mujer e Ismael esperaban en nuestra casa en Tigre.
El bebé respiraba tranquilamente. Jamás lloró ni gritó en el viaje. Creo que tampoco jamás lloró mientras era un bebito.
Era mediados de abril, otoño en Buenos Aires y recibimos al recién llegado con toda la ceremonia que nos permitía nuestra pobreza monacal.
Por temor a sobrecargar el aparato digestivo no bien desarrollado del niño, el pedíatra que nos atendía aconsejó una dieta demasiado drástica. El nene estaba extrañamente oscuro. Cuando el médico aconsejó abandonar esta alimentación estoica y comenzamos a darle una leche en polvo para bebés en abundancia, el niño recuperó su color blanco y rosado y se le vio una cara sonriente a diferencia del período anterior.
Pronto llegó el invierno y el nenito comenzó a dormir en nuestra cama en medio de mí y de su madre para protegerlo del frío y la humedad característica del barrio a causa de su cercanía de los brazos del delta del poderoso río Paraná, que rodea por el lado oriental a la gran ciudad.
Éramos muy pobres, pero estábamos contentos de habernos salvado de la tortura segura y la prisión en manos de los militares uruguayos, que ya habían dado un golpe de estado e instaurado una dictadura.
De todos modos corríamos riesgos enormes por las relaciones entre los militares de los dos países vecinos, algunos de los cuales veíamos a veces hasta cerca de nuestra casa. Habíamos logrado vender una motocicleta casi nueva antes de fugar y disponíamos de ese dinero para pagar la entrada a la vivienda y mantenernos un tiempo a fuego bajo.
Yo había logrado ingresar por concurso como docente en la Universidad de Buenos Aires y contábamos con que algún día cobraría esos ingresos, aunque tardaron varios meses en que eso sucediera, lo que es normal por estas latitudes.
Ismael comenzó a concurrir a un jardín de infantes en la cercanía y mi mujer le cosió precariamente su uniforme con el que asistía a sus clases.
El bebé crecía y pronto pudo estar parado tomado del borde de una camita rodeada de bordes altos que lo protegían para que no se cayera, pero que tenía una especie de barrotes de madera que lo hacían parecerse a una celda para bebés.
Yo iba a dar clases a la facultad con unos pantalones de verano, que eran los únicos que tenía y unos zapatos con agujeros, que eran los mismos con los que había estado de plantón mientras me torturaban los militares en el cuartel de la ciudad de Mercedes, en Uruguay.
Un día mientras estaba en nuestra casa se me rompió el pantalón y entonces mi compañera tuvo que ir al centro comercial más cercano a comprarme otro pantalón, que pasó a ser también el único que tenía.
El pequeño paquete que había levantado en el Hospital Italiano hacía poco tiempo mostraba una salud y un apetito envidiables, pese a su pequeño tamaño inicial. Era muy tranquilo y cuando mi mujer lo ponía en su camita en el pequeño patio que teníamos sin pañales para cuidar la piel de su cola, a veces se embadurnaba con su propia caca.
Ya tenía la personalidad serena y tranquila que creo que fue siempre uno de sus rasgos distintivos, era Ariel. Su nombre lo tomé como homenaje a mi pobre hermano que estaba entonces preso en la prisión de presos políticos que llevó paradojalmente el nombre del paraje donde estaba situada, Libertad.
No sé cómo logramos conectarnos con varios amigos uruguayos, algunos de los cuales conocíamos de antes y otros que encontramos en Buenos Aires, donde estábamos todos exiliados. Varios de ellos nos visitaban en Tigre atraídos por la proximidad del río en cuyas orillas podíamos sentarnos a tomar mate en la hierba y hasta tirarnos y nadar algunos metros.
Norma, conocida de mi compañera mientras estaba en la prisión para mujeres no procesadas, pero sospechosas de la antigua Escuela de Nurses Carlos Nery, nos alegraba muchas veces con su guitarra y todos entonábamos canciones izquierdistas uruguayas en nuestro pequeño patio, donde la recibíamos con algún pollo asado. Norma fue citada a testimoniar frente al Tribunal Russell en Europa a raíz de denuncias de violaciones de los derechos humanos en Uruguay. Finalmente se la llevaron en Buenos Aires cuando nosotros ya no estábamos; leímos rumores de que se había tirado desde una altura y se había herido seriamente mientras estaba siendo torturada, pero nunca más se supo de ella y figura entre los desaparecidos de la dictadura militar.





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