Social Desarrollismo

Social Desarrollismo 
- por Claudio Katz


Claudio Katz
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El neo-desarrollismo ha despertado la atención de numerosos analistas
latinoamericanos. Las discusiones sobre este enfoque incluyen
caracterizaciones de modelos económicos, estrategias geopolíticas y procesos
sociales.

Pero se ha prestado poca atención a la variante progresista de esa
concepción, que algunos autores denominan social-desarrollismo. Aunque esta
segunda visión se encuentra en estado embrionario e incluye muchas
indefiniciones, ya conformó un enfoque con influencia en varios países.

PLANTEOS ESPECÍFICOS

Pocos autores asumen la pertenencia al social-desarrollismo. Algunos se
identifican con el amplio universo de teorías del desarrollo, otros destacan
afinidades con la heterodoxia económica radical y casi todos se ubican en el
campo político de la izquierda. Uno de sus promotores estima que este
enfoque le asigna mayor relevancia a la dimensión social que a a las metas
del desarrollo ( Carneiro, 2012a) .

América Latina es el principal objeto de análisis de esta corriente, pero
sus miembros trabajan en propuestas específicas para Brasil, Argentina o
México. Venezuela y Bolivia son campos de gran aplicación de este enfoque y
la red Celso Furtado incluye a muchos simpatizantes de esa orientación
(VVAA, 2007).

En el plano económico postulan iniciativas semejantes al programa
neo-desarrollista, pero enfatizan la gravitación del consumo como mecanismo
de redistribución del ingreso. Resaltan la centralidad del mercado interno
para generar un círculo virtuoso de incrementos del poder adquisitivo y
expansión de la producción. También subrayan el papel preponderante de la
demanda para forjar un modelo de crecimiento con inclusión social [2].

La asociación Furtado adoptó justamente el nombre de un teórico que
resaltaba la centralidad de la demanda, en contraposición al “mal
desarrollo” generado por el deterioro del salario y la concentración de la
renta (Furtado, 2007).

Al igual que el neo-desarrollismo la variante social promueve políticas
monetarias activas, tipos de cambio competitivo y déficits presupuestarios
financiables. Pero remarca la necesidad de mayor captación estatal de las
rentas agrarias o mineras y también postula reducir la carga financiera que
imponen los grandes bancos a las empresas y el estado.

El social-desarrollismo promueve una actitud de ruptura con el
neoliberalismo que es rehuida (o explícitamente evitada) por el
neo-desarrollismo. Su visión es más afín a las corrientes radicales del
keynesianismo que a las concepciones heterodoxas en boga. También subraya la
continuidad de brechas estructurales entre el centro y la periferia, que el
enfoque convencional silencia o relativiza.

Algunos autores proponen una aproximación a las teorías de la dependencia.
Registran la continuada subordinación de la economía latinoamericana a los
centros metropolitanos y refutan los diagnósticos del subdesarrollo basados
en la falta ahorro interno. También remarcan la transferencia de ese
excedente al exterior (Guillen, 2007).

Los social-desarrollistas confían en gestar un modelo inclusivo de
capitalismo que reduzca los niveles de inequidad. Pero reclaman una nítida
primacía del sector público sobre el privado mediante la consolidación de
modelos de capitalismo de estado [3].

A diferencia del neo-desarrollismo son muy críticos del comportamiento de la
burguesía nacional. Promueven la sustitución de esa clase por el
funcionariado estatal en la gestión del crecimiento y resaltan la solidez de
la burocracia frente a la fragilidad del empresariado [4].

El terreno de mayor diferenciación con el neo-desarrollismo se ubica en la
esfera política. Contraponen sus modelos democrático-populares con los
proyectos conservadores del neo-desarrollismo convencional. En el caso
brasileño presentan esta divergencia como una batalla entre dos perspectivas
opuestas para el gobierno de Lula-Dilma (Pomar, 2013a: 23, 60-62, 79-92).

Esta visión se apoya en fundamentos ideológicos socialistas totalmente
ajenos al neo-desarrollismo. Mientras que los herederos de la CEPAL siempre
fueron hostiles al marxismo, muchos teóricos social-desarrollistas provienen
de esa tradición, mantienen su identificación con la izquierda e interpretan
sus modelos como un paso hacia el socialismo.

Para alcanzar ese objetivo consideran necesario transitar previamente por un
prolongado período de capitalismo regulado. Estiman que esa etapa intermedia
permitirá cambiar las relaciones de fuerzas y reintroducir la batalla por la
sociedad igualitaria (Pomar, 2013a: 14-15). Otros vislumbran esa fase como
un escenario de disputa entre procesos decrecientes de acumulación y
dinámicas ascendentes de equidad (Guillén, 2007).

Todos consideran que el socialismo debe ser precedido por un modelo de
integración latinoamericana. Estiman que el surgimiento de ese polo regional
autónomo permitirá forjar posteriormente una economía pos-capitalista de
gran porte (Dieterich, 2005: 135-143, 175-185).

¿Estas propuestas ofrecen un programa sólido para el desenvolvimiento
latinoamericano? ¿Sugieren un curso favorable a los intereses populares? ¿Es
compatible la construcción capitalista con la meta socialista?

PROBLEMAS DEL MODELO

Los promotores del social-desarrollismo destacan que el impulso de la
demanda asegura un crecimiento auto-sostenido. Consideran que esos estímulos
motorizarán la inversión. Re conocen el conflicto potencial que opone a la
expansión de la demanda con el incremento de la rentabilidad. Pero afirman
que esa tensión puede compatibilizarse si la redistribución del ingreso no
desalienta las inversiones privadas (Carneiro, 2012a).

Sin embargo la experiencia indica que esa contradicción irrumpe en algún
momento, en todas las economías regidas por el principio de la ganancia. Por
esa razón los períodos de expansión del consumo son seguidos por fases
inversas de ajuste. Las etapas de alto empuje de la demanda desembocan en
períodos contractivos de reducción de costos. En esas circunstancias el
estado de bienestar es reemplazado por la primacía de la austeridad.

La competencia por beneficios surgidos de la explotación que rige la
evolución del capitalismo impone esa secuencia. El social-desarrollismo
olvida este principio y sitúa a sus modelos en la fase expansiva, suponiendo
que el período inverso puede ser eliminado mediante una acertada política
económica. Esa posibilidad nunca se ha verificado.

Algunos teóricos estiman que países como Brasil cuentan con un amplio margen
para implementar el modelo social-desarrollista (Carneiro, 2012b, 2012c).
Pero lo ocurrido durante la última década es ilustrativo de las dificultades
para concretar la conciliación de objetivos que postula ese esquema.

La economía brasileña creció (por debajo del promedio regional) con
incrementos del consumo, endeudamiento de los sectores medios y un gran boom
de las commodities. Pero el nivel de la inversión fue bajo, el estancamiento
industrial persistió y el envejecimiento de la infraestructura alcanzó un
punto crítico en energía, comunicaciones y transporte.

En este período la gravitación de las rentas agro-exportadoras continuó
disuadiendo la reindustrialización y la expansión de la demanda volvió a
enfrentar el techo de un sistema financiero que absorbe gran parte del
excedente. La intervención estatal y las políticas económicas heterodoxas
tampoco fueron suficientes para reducir la brecha tecnológica [5].

Estas mismas contradicciones se han observado con mayor nitidez en
Argentina. Un modelo -que apostó al virtuosismo de la demanda- facilitó la
recuperación inicial de una economía devastada por el derrumbe del 2001.
Pero al cabo de un quinquenio de gran crecimiento afloraron los límites de
un esquema que genera inflación, desajustes cambiarios y déficit fiscal.

Como la altísima renta sojera no financió la reindustrialización, la
actividad productiva se estancó. Los grandes ingresos del fisco fueron
canalizados hacia subsidios a los capitalistas, que volvieron a fugar
capital sin aportar inversiones significativas.

Todos los efectos del impulso a la demanda quedaron neutralizados por la
preservación de una vieja base agro-exportadora, un perfil industrial
dependiente y un sistema financiero adverso a la inversión. El incentivo al
consumo manteniendo esa estructura recreó las viejas tensiones
macroeconómicas que afectan al país [6].

¿CAPITALISMO REDISTRIBUTIVO?

En los países con esquemas social-desarrollistas explícitos los resultados
han sido limitados y contradictorios. Venezuela tuvo una etapa de
crecimiento incentivado por la demanda que se frenó y desembocó en el
estancamiento inflacionario actual. Bolivia ha logrado una expansión mas
sostenida en un escenario muy peculiar [7].

Todos estos modelos afrontan desequilibrios semejantes que aparecen cuando
la expansión de la demanda choca con las exigencias de rentabilidad. El
neo-desarrollismo resuelve esa tensión promoviendo las medidas reclamadas
por los capitalistas y el social-desarrollismo rehúye el problema.

Los promotores de ese enfoque consideran que la implantación de sistemas
productivos diversificados, basados en la democracia participativa y la
redistribución del ingreso, permitirá reducir la inequidad y transformar el
crecimiento en desarrollo.

Pero pierden de vista la intensidad de las crisis periódicas que afronta el
capitalismo. Esas convulsiones revierten las coyunturas de prosperidad,
reavivan el desempleo y masifican la precarización laboral.

El social-desarrollismo olvida esas experiencias y formula cuestionamientos
al neoliberalismo sin analizar las contradicciones y límites del
capitalismo. Los desequilibrios de ese sistema no obedecen sólo a
desaciertos de una u otra política económica. Este tipo de fallidos explica
tensiones de corto plazo o errores en ciertos planos, que conviven con
falencias estructurales en otros campos.

Muchas miradas social-desarrollistas tienden a centrarse en la coyuntura
subrayando problemas derivados del tipo de cambio (elevado o reducido), las
tasas de interés (gravosas o dispendiosas) o las políticas monetarias
(expansivas o contractivas). Cuando fracasa una orientación se afirma que
debió primar la acción inversa.

Con esta visión postulan a posteriori enmiendas contra-fácticas. Afirman que
si en cierto momento se hubiera hecho tal cosa, jamás habría emergido el
desequilibrio en cuestión. De esta forma olvidan las contradicciones que
habrían aparecido en otros terrenos, si se aplicaba la receta propuesta [8].


Este tipo de encerronas surge de ignorar que todas las tensiones en juego
expresan desequilibrios intrínsecos del capitalismo. Este sistema funciona
regenerando contradicciones que ninguna política económica puede eliminar.

El keynesianismo radical soslaya estos problemas imaginando al capitalismo
como un gran engranaje de variables monetarias, cambiarias o fiscales.
Supone que un buen ministro puede equilibrar estos agregados, asegurando el
perfil progresista del modelo. Pero la historia económica de América Latina
desmiente esa expectativa.

¿EMPALME CON LA TEORÍA DE LA DEPENDENCIA?

Muchos autores social-desarrollistas remarcan la continuidad de los
desequilibrios centro-periferia y promueven una convergencia de la CEPAL con
el dependentismo. Estiman que Furtado y Marini aportan los pilares del
modelo requerido para interpretar la evolución de América Latina [9].

Pero esta última combinación es conflictiva. Ambos teóricos compartían
diagnósticos sobre el origen del subdesarrollo regional, pero postulaban
explicaciones y soluciones muy distintas para el mismo fenómeno. Por eso
encabezaron dos escuelas contrapuestas que no pueden amalgamarse.

Todos los desequilibrios subrayados por Furtado eran analizados por Marini
como características del capitalismo periférico. Destacaba la perpetuación
de esas contradicciones por la inserción regional subordinada en el mercado
mundial, las exacciones del capital extranjero y la incidencia de la
estructura rentista. El teórico marxista no sólo descartaba la posibilidad
de modificar ese status con políticas económicas, sino que objetaba
explícitamente la ilusión de emerger del subdesarrollo mediante el
industrialismo de la CEPAL.

Su visión incorporaba los aportes analíticos de Prebisch (esquema
centro-periferia, deterioro de los términos de intercambio, heterogeneidad
estructural) y de Furtado (impacto de la oferta laboral sobre la estrechez
salarial, efecto de la importación de insumos sobre el freno industrial).
También avalaba las críticas a una vieja matriz agraria, que sofocaba el
desarrollo manufacturero y restringía el poder de compra de la población
(Marini, 1994).

Pero Marini nunca compartió la esperanza desarrollista de resolver estos
desequilibrios con políticas de modernización monitoreadas por el estado.
Cuestionó el optimismo en esa posibilidad durante los ciclos de crecimiento
y objetó el pesimismo estancacionista en los períodos de agotamiento de ese
auge. En ambas fases subrayó los límites sistémicos del capitalismo en la
periferia.

Marini cuestionó a Furtado con un criterio semejante al utilizando por Marx
para objetar a Ricardo. Ponderó la actitud científica de ese pensador y
destacó sus hallazgos teóricos. Pero al mismo tiempo subrayó la
imposibilidad de comprender el funcionamiento del capitalismo
latinoamericano desde una óptica burguesa. Por esta razón nunca intentó
fusionar el estructuralismo con la Teoría Marxista de la Dependencia.

CAPITALISMO DE ESTADO

El social-desarrollismo asigna una gran incidencia a la capacidad del estado
para motorizar los componentes progresistas del capitalismo. Supone que la
propia evolución de este sistema necesita regulaciones para contrapesar el
predominio de las finanzas y la competencia descontrolada. El capitalismo de
estado es visto como un mecanismo auto-corrector que permite la
supervivencia de la acumulación. ¿Pero cuáles son sus peculiaridades?

El capitalismo de estado no puede ser definido por el simple acrecentamiento
de la intervención económica del sector público. Esa expansión se verifica
en todos los países. Está presente en la incidencia del Pentágono en Estados
Unidos, en la cogestión alemana de las empresas o en el paternalismo de los
funcionarios japoneses. Esa influencia ha sido dominante durante todo el
siglo XX y no determina ninguna especificidad de los modelos capitalistas.
Ha constituido un rasgo compartido por el liberalismo de los años 20, el
keynesianismo de posguerra y el neoliberalismo actual.

Si el capitalismo de estado sólo implicara mayor incidencia del estado
resultaría difícil distinguir las políticas económicas ortodoxas,
heterodoxas, monetaristas o neo-keynesianas. Tampoco se podría entender los
momentos de alta intervención (socorro de los bancos) y menor regulación
(privatizaciones) que han registrado en las últimas décadas de
neoliberalismo.

El capitalismo de estado no es siquiera sinónimo de gran acción estatal en
circunstancias críticas. En esas coyunturas la injerencia estatal se impone
como un dato, cualquiera sea el modelo predominante. El ejemplo más nítido
de esta tendencia fue el auxilio de los bancos durante el colapso del
2008-09. En el cenit del neo-liberalismo la mano visible del estado fue
reforzada para salvaguardar la continuidad del sistema financiero.

Frente a estas dificultades para definir con alguna precisión el significado
del capitalismo de estado, el enfoque social-desarrollista tiende a subrayar
el creciente peso de de las empresas públicas. Algunos autores estiman que
esa tendencia se acentuó en los últimos años, con la incorporación de 120
entes públicos al ranking de las principales firmas del planeta (2004-2009).
Recuerdan que un tercio de la inversión extranjera directa realizada en las
economías emergentes fue ejecutada por ese tipo de compañías (2003-2010)
(Crespo, 2013).

Pero esa visión omite la pérdida de supremacía estatal efectiva en las
empresas con gran accionariado capitalista y alta preeminencia del
gerenciamiento privado. También olvida el deterioro del perfil nacional en
las firmas integradas a las redes transnacionales de la inversión y el
financiamiento global. El papel predominante de los grandes grupos burgueses
no disminuye en esta versión de capitalismo regulado.

Las empresas públicas actuales difieren significativamente de sus
equivalentes de posguerra. Incluyen formas de sociedades mixtas con mayor
participación de los inversores privados. Esta influencia determina un
sometimiento mayor de las firmas a las exigencias de rentabilidad que el
mercado bursátil.

El capitalismo de estado incluye, por lo tanto, una amplísima gama de
definiciones o tendencias permiten amoldar sus caracterizaciones a lo que se
pretende demostrar. Por esta razón son más esclarecedores los debates sobre
la aprobación o la crítica de ese esquema.

Sus defensores sugieren que amortigua (o elimina) los problemas que acosan
al capitalismo privado. Pero no explican cómo podría eludir las crisis que
afectan a todo el sistema. Los estallidos financieros, la superproducción,
la caída de la tasa de ganancia, la retracción del consumo no son patrimonio
exclusivo del privatismo. El temblor del 2008 conmovió con la misma
intensidad a Estados Unidos, Alemania o Francia.

Algunos autores social-desarrollistas fundamentan su reivindicación con
otros argumentos. Estiman que el capitalismo de estado cumplirá un rol
progresivo, si se extiende a escala internacional, frenan el predominio de
las fuerzas conservadoras y abre caminos hacia el igualitarismo (Pomar
2013a: 6, 51-53, 65).

Con esa visión se retoman las viejas creencias de la social-democracia pero
sin demostrar su factibilidad. Durante el siglo XX no se registró un solo
caso de evolución hacia el capitalismo humanizado y se verificaron
incontables evidencias de procesos regresivos. De la estabilización del
capitalismo sólo emergieron fases ulteriores de mayor inequidad.

Una modalidad progresista del capitalismo es un contrasentido. Este sistema
se desenvuelve perpetuando la desigualdad y los privilegios de los grupos
dominantes. Por esta razón las visiones benévolas del capitalismo son
utopías negativas. Suponen que este régimen podría mejorar su funcionamiento
para favorecer a las mayorías populares, cuando en los hechos afecta a los
trabajadores.

BUROCRACIAS Y BURGUESÍAS

A diferencia de sus pares convencionales, los autores social-desarrollistas
estiman que en América Latina la burguesía es un grupo social reacio a
comandar procesos sostenidos de acumulación. Consideran que ese sector ha
sido hostil a todos los intentos industrialistas con mejoras sociales
ensayados en el pasado.

Pero constatan esa deserción sin explicar las razones de esa conducta. Ese
abandono fue una reacción frente a los desbordes de la lucha social y las
amenazas de radicalización popular. En esos momentos se activaron los
reflejos conservadores de la burguesía y se corroboró su fuerte
entrelazamiento con la oligarquía y el capital extranjero.

Como ese comportamiento persistió en las últimas décadas, algunos teóricos
proponen contrarrestar el previsible abandono burgués del proyecto
industrialista, con una mayor presencia del estado. Otros prescinden de
evaluaciones y simplemente sustituyen la calificación de los empresarios por
juicios de la eficacia estatal. Suponen que en esa intervención radica el
secreto del desarrollo cualquiera sea la conducta de los patrones .

Pero no es muy lógico suponer que un modelo capitalista podrá forjarse sin
protagonismo hegemónico burgués. El sistema requiere una clase dominante que
acumule dinero, extraiga ganancias y reinvierta capital. Por esta razón
todas las sugerencias iniciales de sustitución estatal tienden a postular
posteriormente medidas de fortalecimiento del empresariado.

El social-desarrollismo convoca a limitar la gravitación de la burguesía
pero apoya políticas de sostenimiento de ese sector. Esta contradicción
demuestra hasta qué punto resulta difícil promover un sistema para los
capitalistas sin presencia de los principales involucrados.

Para superar este conflicto se suele promover un mayor reemplazo de
protagonistas. El lugar ocupado por las clases burguesas es asignado a los
funcionarios que gestionan el estado. Se supone que la burocracia se guía
por intereses de elites que superan el mero lucro .

Pero la experiencia desmiente esa independencia social de las burocracias.
Este segmento conforma capas autónomas muy conectadas con las clases
dominantes. Siempre administran el estado en sintonía con los grandes grupos
empresariales.

Es cierto que las elites configuran un segmento específico con objetivos
propios, que afronta distintos conflictos con las fracciones financieras,
industriales o comerciales del capital. Pero están asociadas con la
burguesía y comparten los mismos principios de enriquecimiento, lucro y
explotación. Por eso se oponen a cualquier proyecto que afecte la
continuidad del sistema vigente (Miliband, 1997: cap 1).

La crema del funcionariado aspira a transformarse en capitalista para
reforzar su poder con la propiedad de los medios de producción. El manejo
del estado le permite ubicarse en un status privilegiado, pero sólo como
dueños de las fábricas y los bancos pueden estabilizar esas ventajas y
transmitirlas a sus herederos. La burocracia es imitadora y no rival de la
burguesía.

¿DOS DESARROLLISMOS?

En el plano político los autores progresistas contraponen sus proyectos
democrático-estatales con las variantes conservadoras del desarrollismo.
Consideran que en el caso de Brasil esa disputa se ha procesado dentro de
los gobiernos de Lula-Dilma y apuestan a ganar la partida al interior del
Partido de los Trabajadores (Pomar, 2013b).

Pero el propio retrato que presentan de ese partido contradice esa
expectativa. Describen una organización que surgió con proyectos socialistas
y se convirtió en una maquinaria electoral entrampada en la preservación del
status quo.

Partiendo de esa caracterización no explican cómo podría el PT retomar un
rumbo de izquierda. Esa organización se ha incorporado al mundo de las
grandes empresas, forjó alianzas con las oligarquías provinciales y utiliza
el voto clientelar. Participa de la financiación oscura de la política,
redujo la gravitación del sindicalismo obrero y potenció el peso de los
hacendados y los multimillonarios (Rocha, 2014; Berterretche, 2014).

Los teóricos social-desarrollistas igualmente argumentan que las mejoras
sociales obtenidas en la última década podrían proyectarse al plano de la
justicia, el funcionamiento del estado y la democratización de los medios de
comunicación. Consideran que esas asignaturas pendientes serán encaradas en
la próxima etapa, si se logra revertir la hegemonía cultural que mantiene la
derecha (Pomar, 2013a: 62-63, 94).

Pero esa extensión requeriría afectar los intereses capitalistas y el PT no
muestra ninguna disposición a involucrarse en esa confrontación. Por esa
razón está amenazada la propia continuidad (o profundización) de los logros
sociales. Este peligro surge de la estrecha asociación que mantiene el
gobierno con los grandes grupos empresarios.

Los defensores del giro democrático-desarrollista presentan la política
exterior como un ejemplo de realizaciones posibles que podrían ampliarse a
otras esferas. Describen la promoción de la multilateralidad, la autonomía
frente a Estados Unidos y la diversificación de la diplomacia hacia los
países del Sur. Consideran que en este plano se verificó la compatibilidad
de las iniciativas empresariales y populares (Pomar, 2013a: 98-128).

Pero las misiones comerciales, las inversiones externas, los créditos del
BNDES apuntaladas por Itamaraty no han sido innovaciones del PT. Esa
cancillería acumula una larga trayectoria de intervenciones externas sin
componentes populares.

La diplomacia de la última década ha seguido el modelo del PSOE español, que
se convirtió en un lobista de las firmas ibéricas en el exterior. Lula ha
emulado a Felipe González como intermediario de los negocios y transformó al
PT en un organizador de empresas con proyecciones globales (especialmente en
Latinoamérica y África).

Esta mutación es omitida con elogios a la recuperación de tradiciones
nacionalistas favorables a la integración regional y a la democratización de
las relaciones internacionales (Pomar, 2013a: 98-128).

Pero esta caracterización no condice con la ocupación militar de Haití. En
esa intervención Brasil actúa en sintonía con Estados Unidos en el
ordenamiento del hemisferio. Las tropas brasileñas han permanecido en la
isla en medio de contundentes denuncias de complicidad con la represión y la
tragedia social imperante. En los hechos Itamaraty ha buscado demostrar que
puede asumir responsabilidades en la custodia del status quo regional
(Chalmers, 2014).

El giro internacional conservador del PT se ha verificado también en su
intento de limitar la presencia de las corrientes radicales en organismos de
fuerzas progresistas (como el Foro de Sao Paulo). Por ejemplo, en el XVII
encuentro de esa entidad suscitó una gran controversia su veto a dos
organizaciones de este tipo (Marcha Patriótica de Colombia y Libre de
Honduras).

EXPECTATIVAS REGIONALES

El modelo social-desarrollista está concebido a escala regional. Sus
promotores estiman que el fortalecimiento del MERCOSUR y la conformación de
un bloque geopolítico autónomo son condiciones básicas para el desarrollo
con inclusión social.

¿Pero el enlace regional torna más realizables las metas que no se han
alcanzado en cada nación? ¿Por qué razón el capitalismo regional corregiría
esas carencias? La principal respuesta realza la mayor escala de los
mercados y la creciente capacidad de negociación internacional de un bloque
zonal.

Pero olvida que esa extensión no desactiva los intereses centrípetos de los
distintos grupos empresarios. Las burguesías brasileña, argentina o
colombiana continúan privilegiando los negocios internacionales que han
forjado a lo largo de siglos, en desmedro de un mercado latinoamericano
común.

La existencia del MERCOSUR (o UNASUR) demuestra que esos sectores también
trabajan junto a las empresas transnacionales en el ámbito regional. Los
intercambios comerciales y las inversiones en esta área son muy superiores
al pasado. Pero hasta ahora, no existe el menor indicio de tendencias a la
amalgama de los capitalistas latinoamericanos, en un conglomerado social
convergente.

A diferencia de Europa ni siquiera despunta la aparición de un proto-estado
regional unificado con monedas, cancilleres o parlamentos comunes. Tampoco
hay esbozos de ejércitos, banderas o himnos compartidos. A diferencia del
Viejo Mundo, América Latina siempre fue una región subordinada al
capitalismo mundial y ese status no ha cambiado en el siglo XXI. La
reinserción global de la zona como exportadora de materias primas ha
recreado parcialmente ese sometimiento y socava los intentos de forjar
asociaciones regionales autónomas.

Por esta razón, el MERCOSUR nunca despegó y actualmente enfrenta renovados
obstáculos para su desenvolvimiento. También el equilibrio político
consensuado dentro de UNASUR -entre gobiernos muy disímiles- empuja a este
organismo a una periódica inacción [10].

Algunos pensadores estiman que América Latina igualmente puede alumbrar su
propia variante de capitalismo regional progresista, si se incorpora al
bloque contra-hegemónico que lideran China y Rusia, en el nuevo escenario de
la multipolaridad. Los BRICS son vistos como el principal laboratorio de un
nuevo polo coordinado de capitalismo de estado. Esperan que Brasil construya
el puente de la región con las futuras potencias (Pomar 2013a: 14-15, 51-53,
65).

Pero basta observar la relación que ha establecido la principal economía en
ascenso del mundo con América Latina para desmentir esas creencias. China
incrementó en forma significativa su intercambio con la región y el volumen
total del comercio pasó de 10 billones (2000) a 257 billones de dólares
(2013). Pero casi todas las ventas al gigante asiático están compuestas por
cereales, minerales y soja y el 91% de las compras son productos
manufacturados. Este mismo patrón rige para la sub-potencia brasileña.

A pesar de la mejora en los términos de intercambio registrada en la última
década, el patrón comercial de Latinoamérica con China tiende a repetir los
viejos desbalances que afectan a la región. Ya son numerosas las
comparaciones del esquema actual con el modelo impuesto por Gran Bretaña en
el siglo XIX. Ese curso primarizó a la región y bloqueó su desarrollo
industrial (Ventura, 2014).

La reaparición de las tradicionales disparidades entre el centro y la
periferia impide la concreción de una variante cooperativa del capitalismo
de estado. Muchos estudiosos de las relaciones de América Latina con China
describen la asimetría estructural que se ha creado entre ambas regiones
(Martins, 2011).

Esta misma desigualdad se verifica en torno a los BRICS, que impulsan
emprendimientos financieros (como el reciente banco de desarrollo), sin
alterar la brecha que separa a las potencias industriales (China) o
militares (Rusia) de los proveedores de materias primas (Brasil).

¿UN PASO HACIA EL SOCIALISMO?

Algunos enfoques vislumbran el ambicionado capitalismo progresista como un
anticipo del socialismo. Consideran que el MERCOSUR y la relación con China
pavimentarán el camino hacia la sociedad igualitaria. Observan estas
iniciativas como eslabones de un proceso global, que inclinará la balanza
global a favor de los proyectos populares resistidos por las elites
occidentales.

¿Pero cómo podría gestarse ese amortiguador con organismos interesados en
mantener lazos privilegiados con las empresas transnacionales? Ese tipo de
conexión predomina en la actualidad en todos los modelos de capitalismo
vigentes.

En los años 80 se concebía otra transición a través de un Nuevo Orden
Económico Internacional sostenido por la URSS. El propio concepto de
capitalismo de estado (o capitalismo monopolista de estado) fue
perfeccionado durante ese periodo con interpretaciones muy variadas. En
algunas visiones era visto como un adversario del bloque soviético y en
otros era interpretado como un nexo hacia la extensión internacional del
socialismo (Inozémtsev, Mileikovski, 1980; Valier, 1978).

Las miradas actuales se alejan de ese enfoque, pero señalan que la
preparación actual del socialismo transitará en América Latina por cursos
neo (o social) desarrollistas de capitalismo. Con ese fundamento aprueban a
los gobiernos de centroizquierda, estimando que esas administraciones
consolidan la autonomía diplomática requerida para apuntalar la etapa
pre-socialista. También destacan cómo esas administraciones limitan la
preeminencia de gobiernos pro-estadounidenses y contribuyen a frenar las
conspiraciones derechistas contra Bolivia y Venezuela (Pomar 2013a: 39, 47,
54, 56).

Pero esa contención incluye un componente de tutela conservadora para
neutralizar los procesos más avanzados de la región, que es omitida por los
social-desarrollistas. Evitan considerar las consecuencias de las medidas
exigidas para forjar el capitalismo regional.

Esta construcción aporta ciertos blindajes externos a los procesos políticos
antiimperialistas, pero exige limitar sus niveles de radicalización. Este
acordonamiento no es novedoso. Todas las revoluciones afrontaron ese cerrojo
y las victorias se lograron sorteando esas presiones.

Una forma de obstruir la radicalización es relegar al ALBA a un rol
testimonial, estimando que sólo la UNASUR está disponible para ejercitar
alguna acción efectiva en la región. Los autores que aceptan esa política
reconocen la simpatía de toda la izquierda con el primer proyecto, pero
subrayan la imposibilidad de extenderlo (Pomar 2013a: 41-43, 58, 194).

Esa mirada omite que dentro de UNASUR hay varios gobiernos explícitamente
reaccionarios. Por esa razón ese organismo sólo puede aportar un paraguas
defensivo frente al acoso imperial, pero nunca apuntalará la dinámica
antiimperialista que necesita América Latina, para abrir un cauce hacia el
socialismo.

PROPUESTAS INCOMPATIBLES

La expectativa de arribar paulatinamente al socialismo una vez concluida la
fase previa de capitalismo estatal retoma la vieja estrategia de las etapas,
que desde los años 40 postularon muchos Partidos Comunistas. Esta teoría
jerarquizaba la batalla contra los latifundistas y esperaba actitudes
progresistas del empresariado nacional.

Los social-desarrollistas conocen esa frustrada experiencia pero evitan
juzgarla. Se limitan a proponer su repetición, con la esperanza que el
tiempo transcurrido impida una nueva decepción. No aclaran cómo se eludiría
ese resultado transitando por el mismo camino (Pomar 2013a: 27-29, 35).

Es evidente que el socialismo nunca llegará si se afianza el capitalismo. Un
sistema es incompatible con el otro. El principio básico del primer régimen
es la igualdad y el cimiento del segundo es la explotación. Cualquier
proyecto de transición al socialismo requiere el declive y no la extensión
del capitalismo.

Para forja r variedades de este último sistema hay que desenvolver prósperos
negocios que apuntalen las fortunas de las clases dominantes. Ese proceso
consolida privilegios que alejan la esperanza de socialismo.

En el pasado la alianza con las burguesías no condujo al reemplazo del
modelo agro-exportador por procesos exitosos de industrialización. Por esta
razón tampoco se verificó el siguiente paso de maduración económica previa
del pos-capitalismo. La supervivencia del sistema actual recreó distintas
modalidades de acumulación.

Muchos autores progresistas también supusieron que la burguesía se
resignaría a suscribir alianzas desfavorables a su propio futuro, ante la
imposibilidad de detener un curso socialista inevitable de la historia. Pero
en los hechos muy pocos patrones se sometieron a ese mandato teleológico y
continuaron preservando el sistema que los beneficiaba.

En esos años también se imaginaba que el patriotismo de los capitalistas
favorecería desenlaces socialistas. Esta expectativa era particularmente
intensa en las coyunturas bélicas o en los momentos de agresión
neo-colonial. Pero siempre se corroboró una predilección opuesta de las
clases opresoras a aceptar la dominación extranjera para preservar sus
privilegios.

En todas esas variantes el socialismo era concebido como un norte visible,
al cabo de ciertos años o décadas de prosperidad capitalista nacional. Este
enfoque ha perdido actualmente esa vieja temporalidad. Los
social-desarrollistas no sugieren en qué momento comenzaría el pasaje del
capitalismo de estado a la sociedad igualitaria.

Como presuponen que ese estadio requiere la consolidación previa de un
modelo capitalista regional la fecha en juego resulta inimaginable. Si el
capitalismo latinoamericano aún no fue parido, tampoco es posible concebir
cuándo emergerá su sucesor.

LA CORRELACIÓN DE FUERZAS

Otro argumento para preceder la batalla por el socialismo con modelos de
capitalismo resalta la necesidad de cambiar las relaciones de fuerza
actualmente adversas (Pomar 2013a: 14-15).

Al cabo de dos décadas de neoliberalismo, el escenario mundial de repliegue
que describe ese diagnóstico es indiscutible. Pero un cambio de ese contexto
dependerá de luchas sociales victoriosas que permitan frenar los atropellos
de las clases dominantes.

La correlación de fuerzas sólo mejoraría con ese resultado y no con la
aparición de otro modelo capitalista. Un esquema desarrollista no es
sinónimo de avances sociales. Basta recordar que en los años 60 varias
dictaduras sudamericanas adoptaron ese perfil económico, para constatar la
inexistencia de esa identidad.

Las miradas social-desarrollistas de la correlación de fuerzas no retratan
el estado de la confrontación entre trabajadores y patrones, sino la
presencia de modelos más o menos favorables al capitalismo de estado. En
estas interpretaciones no se evalúa cuántas conquistas obtienen o pierden
los asalariados, sino qué sector de la burguesía predomina. Si los
industriales monitorean el sistema, el veredicto es auspicioso y si
predominan los financistas, el juicio es sombrío.

Este abordaje postula una simplificada contraposición entre neoliberales y
neo-desarrollistas. Si la economía se estanca, aumenta la pobreza y se
expande la desigualdad es por la primacía del primer grupo. Cuando
prevalecen tendencias opuestas todos los méritos son asignados a la segunda
corriente. El escenario objetivo del capitalismo y el desenlace de las
luchas populares que explican ambas coyunturas quedan relegados, frente a
esa forzada contraposición binaria.

Con ese criterio cualquier consideración de la correlación de fuerzas se
torna arbitraria. Además, se suelen potenciar la adversidad de los
escenarios para realzar la necesidad de alianzas con los capitalistas, que
atemperen la debilidad de los oprimidos. El análisis real de las derrotas o
victorias de los movimientos populares queda sometido a un filtro, que
dirime cuánto apuntalan u obstruyen esas acciones la gestación del
capitalismo progresista.

Con este enfoque las discusiones de la izquierda pierden la brújula. Los
elogios al capitalismo social-desarrollista permiten establecer diálogos con
los economistas del sistema que ignoran, rechazan u omiten referencias al
socialismo. Pero el intercambio se torna más complejo con los marxistas que
cuestionan al capitalismo y apuestan a su erradicación.

La sustitución del programa socialista por convocatorias a una etapa común
con la burguesía induce a la adopción de las preocupaciones de las clases
dominantes. El cuestionamiento de la explotación es sustituido por
impugnaciones del libre-comercio y las objeciones al capitalismo como
sistema son reemplazadas por críticas a sus modalidades financieras, a las
ganancias excesivas o a la escasa regulación. La competitividad es aceptada
como principio e incluso convertida en la prioridad de toda la sociedad.

La trayectoria de las corrientes social-demócratas ilustra esta involución.
Luego de asumir la necesidad del capitalismo comenzaron a participar en la
administración de los lucros que genera este sistema. En la actualidad su
mimetización con los representantes de la burguesía es total.

DISCUTIR SIN PREVENCIONES

Algunos autores social-desarrollistas consideran que los debates sobre
estrategias socialistas no deben traspasar los límites nacionales. Suponen
que cada pueblo construye su propio camino sin contrastarlo con otras
experiencias. Por eso objetan cualquier contraposición “dicotómica” entre
izquierdas socialdemócratas y radicales. Estiman que cada variante se
corresponde con las peculiaridades de su país y convocan a un desarrollo
convergente de ambas vertientes (Pomar 2013a: 15, 24-25, 56, 59, 49).

Pero la historia de los procesos revolucionarios ilustra todo lo contrario.
Estos cursos prosperaron a través de controversias entre fuerzas adversas.
Esa diferenciación permitió a los b olcheviques superar a los mencheviques,
a Mao romper con Chang Kai Shek y a Fidel Castro desembarazarse de los
gusanos.

Ciertamente el momento actual no se equipara con esos períodos, pero rigen
los mismos contrapuntos y la misma necesidad de clarificarlos, si se aspira
a promover algún rumbo socialista. Este esclarecimiento transita por una
diferenciación entre proyectos estratégicos pro y anticapitalistas.

Nadie discute que la transición al socialismo será un proceso prolongado que
incluirá complejas disputas entre el plan y el mercado. Pero esa
contraposición sólo puede desenvolverse en una sociedad que comenzó la
erradicación del capitalismo y no al interior de este sistema. 13-11-2014

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CONCEPCIONES SOCIAL-DESARROLLISTAS

Resumen

La variante progresista del neo-desarrollismo prioriza la expansión de la
demanda omitiendo las tensiones con la ganancia. También busca equilibrar
las variables macroeconómicas desconociendo los desajustes que genera la
acumulación. Su expectativa de sustraer al capitalismo de estado de las
crisis que afronta el sector privado no se verifica. Tampoco es viable el
reemplazo de empresarios por funcionarios.

Los proyectos políticos del desarrollismo democrático-popular chocan con los
compromisos asumidos por la variante conservadora y el modelo regional
cooperativo está afectado por la inserción global primarizada. Es erróneo
observar a los gobiernos de centro-izquierda como antesala del socialismo y
sustituir la evaluación de la lucha social por registros de proximidad o
lejanía del industrialismo capitalista. Respetar las singularidades
nacionales no impide discutir contrastando experiencias.

Notas:

[1] Claudio Katz. Economista, investigador del CONICET, profesor de la UBA,
miembro del EDI. Su página web es: www.lahaine.org/katz
<http://www.lahaine.org/katz>

[2] En Brasil: Carneiro, (2012a). En Argentina: Amico, Fabián; Fiorito,
Alejandro, (2014), Wierzba, Guillermo (2014). En México: Guillén (2013).

[3] Esta evaluación se fundamenta en las investigaciones de Dos Santos,
Theotônio (2011).

[4] También aquí se inspiran en los trabajos de Dos Santos, Theotonio
(2008).

[5] Nuestro balance en: Katz (2014a). También: Castelo (2012)

[6] Nuestra visión en Katz (2014b) [7] Analizamos estos dos casos en Katz,
Claudio, “Los dilemas de Venezuela” y Katz Claudio, “Las sorpresas de
Bolivia” (próxima difusión). [8] Fiori describe esas contradicciones en
orientaciones que auspician contradictorias políticas de industrialismo y
exportación de recursos naturales o incrementos de la competitividad y
mejoras del poder compra, con iniciativas monetario-fiscales expansivas y
austeras. Fiori (2011, 2012a, 2012b).

[9] Guillén (2013). Otros pensadores cercanos a la escuela brasileña de
UNICAMP postulan enfoques endogenistas, que enfatizan la gravitación de los
determinantes internos en el subdesarrollo.

[10] Nuestro enfoque en: (Katz, 2008: cap 5)

Seleccionado por William Yohai

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