Tierra pa’l que la paga
Quienes leen este artículo probablemente tengan presente que de 2000 a 2011 las explotaciones agropecuarias se redujeron en 12.241, y también que de 1996 a 2011 la población rural se redujo aproximadamente en 117.000 personas.
Nos centraremos en la primera de esas reducciones, que en 99,3% de los casos correspondió a explotaciones de hasta 500 hectáreas.
No trataremos de explicar el fenómeno, sino de esbozar una propuesta política que permita la reversión del proceso.
Entendemos aquí por política de tierras a todas aquellas medidas y procesos políticos que impactan directa o indirectamente en el acceso y uso de la tierra. Inicialmente debemos prestar atención al hecho de que la tierra no es producto del trabajo humano, es finita e irreproducible; por lo tanto no tiene valor, solamente adquiere un precio al momento de privatizarse su propiedad, volviéndose entonces un recurso transable.
Establecido un mercado de tierras, amparado en la propiedad privada de éstas, surgen diferentes factores que influyen en la modalidad del mercado, tanto por los agentes que participan como por las condicionantes de las transacciones.
El precio de la tierra se regula en términos generales por la capacidad de generar renta, por la tasa de interés y por el valor del dólar.
Durante los últimos años hubo un incremento en la capacidad de generar renta, debido al aumento de la demanda de bienes agropecuarios y, por lo tanto, también de la demanda de tierras en el mundo. Esto llevó a que crecieran los precios agrícolas y se trasladó a un aumento del precio de la tierra.
Si bien los precios de productos agrícolas comenzaron su ascenso de manera paralela al del precio de la tierra, en los últimos años el crecimiento de los primeros se detuvo y el del segundo continuó. A su vez, el proceso no fue el mismo para todos los productos agropecuarios.
A modo de ejemplo, para comprar una hectárea de tierra en 2010 se necesitaba producir 22% más de soja que en 2006, mientras que en el rubro ovino el aumento de la producción necesaria fue 44% para el mismo período.
Nos centraremos en la primera de esas reducciones, que en 99,3% de los casos correspondió a explotaciones de hasta 500 hectáreas.
No trataremos de explicar el fenómeno, sino de esbozar una propuesta política que permita la reversión del proceso.
Entendemos aquí por política de tierras a todas aquellas medidas y procesos políticos que impactan directa o indirectamente en el acceso y uso de la tierra. Inicialmente debemos prestar atención al hecho de que la tierra no es producto del trabajo humano, es finita e irreproducible; por lo tanto no tiene valor, solamente adquiere un precio al momento de privatizarse su propiedad, volviéndose entonces un recurso transable.
Establecido un mercado de tierras, amparado en la propiedad privada de éstas, surgen diferentes factores que influyen en la modalidad del mercado, tanto por los agentes que participan como por las condicionantes de las transacciones.
El precio de la tierra se regula en términos generales por la capacidad de generar renta, por la tasa de interés y por el valor del dólar.
Durante los últimos años hubo un incremento en la capacidad de generar renta, debido al aumento de la demanda de bienes agropecuarios y, por lo tanto, también de la demanda de tierras en el mundo. Esto llevó a que crecieran los precios agrícolas y se trasladó a un aumento del precio de la tierra.
Si bien los precios de productos agrícolas comenzaron su ascenso de manera paralela al del precio de la tierra, en los últimos años el crecimiento de los primeros se detuvo y el del segundo continuó. A su vez, el proceso no fue el mismo para todos los productos agropecuarios.
A modo de ejemplo, para comprar una hectárea de tierra en 2010 se necesitaba producir 22% más de soja que en 2006, mientras que en el rubro ovino el aumento de la producción necesaria fue 44% para el mismo período.
A partir de estos datos podemos entender que el mercado de tierras no depende directamente de la capacidad de generar renta, sino que influyen otros factores.
En términos de políticas públicas hacia la agricultura familiar, y asumiendo que en ellas la política de tierras es central, se presenta, en el contexto señalado, una contradicción y dificultad estatal. La colonización pública del Estado uruguayo se da por medio del mercado: el Instituto Nacional de Colonización (INC) compra tierras como un agente más.
Y al ser un agente más, ve acotadas las posibilidades de incrementar su cartera de tierras debido al encarecimiento mencionado.
En otras palabras, la política colonizadora busca revertir un proceso de expulsión de la pequeña producción del campo por medio del mismo mercado que, a partir de determinados procesos, ha desencadenado un sostenido aumento del precio de la tierra.
Ante este contexto de reducción de la producción familiar, encarecimiento de la tierra y política colonizadora que compra tierras en el mercado, consideramos que si bien el INC es un agente más en ese mercado, el Estado uruguayo no debería regirse por las leyes generales del mercado al momento de adquirir inmuebles agropecuarios con fines de colonización. Lo anterior puede leerse como irracional o desajustado a una economía de mercado, pero el Estado uruguayo ya realiza múltiples intervenciones como agente en las que no se comporta como un agente más.
De hecho, el INC, al comprar tierras, las paga a precio de mercado pero luego no cobra la renta a precio de mercado, ubicándose esto como una medida de subsidio a los colonos. Las exoneraciones de algunos impuestos al agro corren en el mismo sentido, al igual que las exoneraciones amparadas en la Ley de Inversiones.
Dado que la tierra es un bien social y no sólo un recurso productivo, el acceso a la tierra por parte del Estado no debería darse como si quien la adquiriera fuese una empresa privada.
Los fines sociales de la tierra y de la colonización no deben implicar una mera política de subsidio sino una política de soberanía, como herramienta de desarrollo y de distribución.
Que el Estado uruguayo promueva medidas que contribuyen a un aumento de los precios agrícolas, trasladado luego al precio de la tierra, y al mismo tiempo lleve a cabo una política colonizadora que paga la tierra a precio de mercado, resulta ser, en principio, poco viable.
Si consideramos además el dato de que la tierra no sólo aumenta de precio por su capacidad de generar renta, sino también por otros factores, el problema ya no es sólo la escasa viabilidad, sino que se desencadena un proceso incontrolable y, sobre todo, injusto.
El debate que subyace a esta discusión refiere a la legitimidad que le otorga el Estado al mercado cuando éste pone los bienes de la nación -la tierra concretamente- fuera de las capacidades de compra de su propia población.
Admitir y “consumir” esta tierra sobrevaluada por un mercado internacional es desvincular el precio de la tierra de la fuerza de trabajo, y es también, por ende, admitir que el valor de la tierra nace del mercado, en lugar de mantener la reivindicación de que el trabajo sea la única fuente de valor.
Asimismo, es reconocer la propiedad privada y la especulación como más relevantes que los derechos a la producción, al acceso a la tierra, a la soberanía del Estado y a la seguridad alimentaria.
El debate se escurre silencioso entre las agendas electorales con una certeza que no todos aceptamos: la de que la producción familiar puede desaparecer, pero la propiedad de la tierra no se toca.
Maximiliano Piedracueva Paula Florit
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