In vino veritas
POR SOLEDAD PLATERO
Caras & Caretas-ON LINE 8/5/15
“A mí me tendrían que hacer un monumento porque soy el único tipo uruguayo de la política que dice lo que piensa”, les dijo, entre cientos de otros asertos semejantes, el actual senador y ex presidente José Mujica a los periodistas Andrés Danza y Ernesto Tulbovitz (ambos de Búsqueda).
No tengo idea de qué criterios se usan para hacer monumentos ni para emplazarlos en lugares públicos, ni me mueve una preocupación especial acerca de cuestiones de arte y urbanismo. Lo que me llama la atención en las palabras de Mujica es el elogio de la sinceridad, esa virtud que lo hace merecedor del monumento y que parece conferirle a él todo su espesor de tipo genuino y confiable, de persona íntegra, de buena gente.
Hace algunos años, la campaña publicitaria de cierto supermercado mayorista tenía como personaje central a un veterano que siempre decía lo que pensaba. No hay ni que decir que el señor era insufrible. Con la misma cara socarrona con que le decía a una madre que su bebé era feíto, le comentaba a su señora que la vecinita se había vuelto una potra.
Era un impune, un grosero, un atrevido. Un individuo desagradable cuyo valor esencial consistía en dejar salir del cerco de los dientes las palabras más ofensivas y desubicadas. Nadie en su sano juicio lo creería merecedor de un monumento, y es improbable que a alguien se le hubiera ocurrido mandarlo a juntar votos para la causa que fuera
Pero resulta que la política es un ámbito bastante desprestigiado. Es casi unánime la percepción de que los políticos mienten, y en ese contexto no es raro que la sinceridad cotice alto. Así, una vez difundidas varias de las afirmaciones de Mujica en el libro de Tulbovitz y Danza (Una oveja negra al poder, Sudamericana, 2015), las repercusiones no se hicieron esperar. Y aunque muchos se mostraron indignados por la deslealtad del ex presidente, muchos otros le festejaron la gracia
Entre los argumentos a favor y en contra de Mujica hay algunos especialmente penosos. Uno (en contra), el que remite a la “unidad de la izquierda”, como si una especie de omertà obligara al silencio para no poner en riesgo algo que ya parece, al menos en términos electorales, suficientemente consolidado. Otro (a favor), que da por buenos los disparates porque “son verdad”, como si decir verdades tan obvias como innecesarias fuera, en sí mismo, algo bueno
Sin embargo, aunque Mujica cimentó buena parte de su prestigio personal en la repetición de lugares comunes y obviedades, lo que llama la atención en la “sinceridad” de las expresiones sobre sus compañeros de ruta y sobre dignatarios extranjeros es la mala leche. Hablar de si Astori es o no una persona carismática podría hasta ser comprensible a la hora de elegirlo para encabezar una lista, aunque difícilmente se podría considerar pertinente en el contexto de una entrevista con la prensa
. Ahora, contar que no pudo “mear en medio de una multitud, a escondidas” es, directamente, una tocada de culo, una canchereada infame que merecería el repudio sincero de todo el mundo, por encima de cualquier opinión sobre Danilo Astori o sobre la conducción económica del país.
Decir que Constanza Moreira o Alberto Curiel fueron senadores “de garrón” (reservémonos, llegado este punto, las opiniones sobre asesores como el Pato Celeste) o salir a decir que no pusieron un peso es, lisa y llanamente, una canallada. Y además, según parece, es mentira
Por eso, en el elogio de la franqueza de Mujica parece haber menos un deseo de escuchar verdades que una voluntad de revancha, una especie de regodeo en que alguien hable mal de esos cajetillas que se sientan en el Parlamento y deciden la suerte de todos.
Y los que lo festejan son los mismos que le reconocen la viveza cuando explica, tras varios caliboratos y en medio de la festichola en el Quincho de Varela, que su vecino es un canario bruto que no terminó primaria pero “mueve 150 personas” y así consigue que los nuevos uruguayos paguemos, locos de la vida, casi treinta pesos por una lechuga que le costó dos pesos producir. “Encontró el marketing”, dice Mujica, y no falta quien diga que tiene razón, como si esa verdad, esa correspondencia exacta entre el enunciado y el mundo contuviera una justificación moral de la avivada.
Porque no se les ocurre, a los festejantes de las verdades obvias, rascar un milímetro la superficie de ese razonamiento y sacar la cuenta de cuánto ganan los 150 embolsadores de lechuga, los armadores de packs de puchero, los fraccionadores de perejil que trabajan para el vecino de Mujica y sustentan con su sudor el éxito de su estrategia de marketing.
Si alguien todavía cree que en Uruguay no existe la farándula política debería repasar el fenómeno del Quincho de Varela. Porque la verdad última del Mujica político debe leerse en eso de lo que el Quincho de Varela es metáfora. Lo que Mujica es, políticamente hablando, es un caudillo ruralista.
Un viejo zorro campechano que cree en serio que el capitalismo es lo más grande que hay, que estudiar no sirve para nada, que el mundo es de los vivos, que a los pobres hay que ayudarlos con caridad y que las ideas, las ideologías y las disquisiciones intelectuales entorpecen la libre y necesaria circulación del dinero y las mercancías
Mujica es el que cree que para mejorar la educación (que, dicho sea de paso, no es, para él, otra cosa que la capacitación para el trabajo) hay que hacer mierda al gremio de docentes, es el que se cree macanudo porque les dice a los hombres que tienen que “aprender a perder”, es el que anuncia la inutilidad de un paro general contra el TISA porque “el G20 no se va a impresionar por un paro del Pit-Cnt”.
El Quincho de Varela, ese edén en el que las princesas se morfan un choripán mientras conversan con sindicalistas y con ministros de izquierda, es la imagen más lograda de la utopía sin antagonismos de clase que Mujica, a pesar de sus discursetes en foros internacionales, promueve un día sí y otro también.
Mujica es auténtico, de eso no cabe duda. El asunto es que se puede ser auténticamente un canalla. Se puede ser, con toda franqueza, una persona jodida, un viejo fatuo, un soberbio que protege a sus amigos y crucifica a sus competidores con la misma despiadada lógica con que lo hace cualquier jefe mafioso, cualquier empresario sin escrúpulos, cualquier político sinvergüenza.
Se puede jugar el juego de la idiosincrasia y en ese juego enchastrar a unos y festejar a otros, sacar pecho con la parada de carro a una mandataria extranjera, se puede ser perdonavidas o bravucón, se puede hablar de más y moverse dentro del amplio registro que va desde las verdades obvias hasta las mentiras flagrantes. Y se puede sacar, de todo eso, rédito personal.
Pero medida en términos políticos, esa ganancia es sólo pérdida. Porque aunque se junten votos y hasta se arrase en las elecciones, el retroceso hacia lo más mezquino de la vida social parece irreversible
No hay comentarios:
Publicar un comentario