América Latina en transición

Tres escenarios para una transición



La realidad política y social en América Latina, y de modo particular en Sudamérica, es cada vez más compleja, intrincada y por momentos confusa. Los hechos de los últimos meses, las recientes elecciones en Venezuela, los sucesos en Ecuador, son emergentes de esa creciente complejidad que en no pocas ocasiones ha llevado a las fuerzas políticas y sociales que comparten objetivos idénticos a posicionarse como si pertenecieran a bandos opuestos. A medida que la crisis del sistema se aproxime a situaciones de caos sistémico, la confusión irá en aumento, por lo que parece necesario intentar, con todas las precauciones necesarias, establecer alguna lectura compartida y compartible de la realidad.
La región se encuentra en un periodo de transición, que será prolongado e incluirá coyunturas de agudas tensiones y conflictos. Nada nuevo o que las fuerzas antisistémicas no hayan conocido en situaciones anteriores. Sin embargo, esta transición contiene tres escenarios diferentes que la hacen más compleja, toda vez que los sujetos que protagonizan cada uno de ellos son estructuralmente diferentes y tienen intereses y objetivos contradictorios, aunque no necesariamente antagónicos. Una realidad que se mueve a tres velocidades no puede sino aumentar exponencialmente los conflictos, de ahí la necesidad de abordarlos por separado.
Un primer escenario es la competencia entre estados, que se manifiesta en la transición de la dominación sin hegemonía de Estados Unidos hacia una región multipolar con tendencia a la hegemonía consensuada de Brasil en Sudamérica. Se trata, en resumidas cuentas, de la confrontación antimperialista, en la que está interesado un amplio abanico de fuerzas políticas y sociales, desde los más pobres hasta las burguesías industriales que abastecen los mercados internos.
Sujetos destacados de este combate son los estados nacionales administrados por fuerzas progresistas y de izquierda. La lucha antifascista, en la primera mitad del siglo XX, nos enseñó que no es un tema menor quién dirige el Estado, porque si se lo apropian los reaccionarios pueden destruir todo vestigio de movimiento popular durante un largo periodo. Incluso una inflexión menor, como la que representa el gobierno de Juan Manuel Santos frente al de Álvaro Uribe en Colombia, puede destrabar conflictos interestatales que favorecen la dominación imperialista.
Un segundo escenario tiene como actores principales a los movimientos sociales antististémicos y está directamente relacionado con la superación del capitalismo, una tarea que –como enseñaron los fundadores del movimiento obrero– sólo la pueden llevar adelante los oprimidos por sí mismos. No depende, por tanto, de los estados nacionales sino de la capacidad y la potencia de los de abajo para arrebatarle a las burguesías los medios de producción y de cambio y, a la vez, liberar las relaciones sociales no capitalistas existentes en el seno del mundo de los oprimidos.
La superación del capitalismo por una sociedad más justa e igualitaria, socialista, será un proceso más largo aún que la transición entre la dominación estadunidense y el mundo multipolar que estamos viendo formarse ante nuestros ojos, que no puede suceder sino luego de una profunda crisis sistémica. Será más complejo aún, ya que el Estado juega naturalmente a favor del capital, aun cuando sea administrado por personas con intencionalidad socialista, porque es una relación social funcional a la acumulación de capital. Y porque es necesario construir poderes no estatales que aún están lejos de salir de su forma embrionaria y local.
En tercer lugar, se registra un combate por superar el progreso, o sea el desarrollo indefinido de las fuerzas productivas, porque el planeta no puede soportarlo sin poner en riesgo la sobrevivencia de la humanidad. Este escenario está siendo protagonizado por las naciones indígenas aymaras, quechuas, mapuches, quechuas y amazónicas, con especial énfasis en Ecuador y Bolivia. La propuesta de Sumak Kawsay/Suma Qamaña (Buen Vivir/Buena Vida) busca abrirse paso desde una filosofía de vida hacia una práctica política, para lo que debe superar enormes obstáculos no sólo ante los estados sino también frente a buena parte de los movimientos antisistémicos.
Es el escenario más novedoso y el que conlleva mayores dificultades, ya que supone no sólo enfrentar el modelo occidental sino también el sentido común instalado en los sectores populares. Sin embargo, es un escenario vital porque un socialismo desarrollista o asentado en la corriente del progreso no contiene una esperanza de futuro para la humanidad. Por eso mismo, es el combate que demorará más tiempo en ser instalado, aunque la crisis ambiental debe jugar a su favor.
Lo ideal sería que estos tres escenarios no fueran excluyentes sino complementarios, pero sabemos que eso no es posible porque los intereses en pugna son contradictorios. Los estados nacionales, primer escenario, están firmemente asentados en el extractivismo que promueve un modelo de exportaciones primarias, que va a contramano de los otros dos escenarios, porque necesitan ingresos frescos para sufragar sus crecientes presupuestos y la ampliación de las burocracias. Las derechas locales y el imperialismo alientan este modelo en el que aún tienen un papel que jugar.
Que existan contradicciones entre los tres escenarios y entre las fuerzas que los protagonizan no debería implicar antagonismo. Jerarquizar un escenario excluyendo los demás puede debilitar las fuerzas del cambio. Un problema adicional son las derechas y el imperio que siguen jugando pesado. Más preocupante aún es la polarización en el interior del campo popular. La arrogancia intelectual, de la que ninguno de los actores de estos debates estamos exentos, suele esconder inseguridades e incertidumbres porque, como nos enseña don Pablo González Casanova, en medio del caos buena parte de lo aprendido se torna irrelevante: no hay una línea a seguir sino caminos a inventar.
Fuente: http://www.jornada.unam.mx/2010/10/08/index.php?section=opinion&article=022a1pol







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