Carta abierta de un diplomático de las Naciones Unidas a Tony Blair

Después de sus memorias

Carta abierta de un diplomático de las Naciones Unidas a Tony Blair

NewStatesman

Traducido para Rebelión y Tlaxcala por Paloma Valverde y revisado por S. Seguí

Apreciado señor Blair:Usted no me conoce, ¿por qué tendría que conocerme? O quizás sí debería haberme conocido, junto a otros muchos funcionarios de las Naciones Unidas que se esforzaban en Iraq mientras usted fraguaba su política sobre este país. Leer los detalles de su “viaje” relativos a Iraq, según deja escrito en sus memorias, ha confirmado mis temores. Cuenta usted la historia de un dirigente, no la de un hombre de Estado. Podría, al menos al final, haber dejado las cosas claras, pero, por el contario, repite todos los argumentos que ya hemos oído otras veces: por qué las sanciones tuvieron que ser como fueron; por qué el miedo a Sadam Huseín fue mayor que el miedo a traspasar la línea entre su preocupación por las personas y la política de la fuerza; por qué Iraq terminó como un cubo de basura humana. Y por qué usted optó sumarse al diktat de Bill Clinton en su Iraq Liberation Act, de 1988, y al deseo de George W Bush de ponerla en práctica.
Se presenta usted a sí mismo como un hombre que intentó utilizar la vía de las Naciones Unidas. No estoy muy seguro. ¿Es muy desencaminado afirmar que, si alguna vez tuvo esa intención, fue puramente por razones tácticas y no porque usted quisiera salvaguardar el papel de la ONU de decidir cuándo una acción militar está justificada? La lista de quienes no estuvieron de acuerdo con usted y con la forma en la que su gobierno gestionó los trece años de sanciones y la invasión y ocupación de Iraq es larga, muy larga. Incluye a Unicef y otros organismos de las Naciones Unidas, Care, Caritas, la Asociación Internacional de Médicos para la Prevención de la Guerra Nuclear, Kofi Annan –el entonces secretario general de la ONU– y Nelson Mandela. Y no olvidemos tampoco los cientos de miles de personas que se manifestaron en protesta en el Reino Unido y en todo el mundo, entre ellos Cambridge Against Sanctions on Iraq (CASI) y la coalición Stop the War.
Nos sugiere que usted y quienes le apoyaron –la “gente de buena voluntad”, como usted los llama– son los propietarios de los hechos. Sus despreciativas observaciones sobre Clare Short, una mujer valiente que dimitió en 2003 de su puesto de ministra de Desarrollo Internacional, dejan claro que la incluye en otra lista. Y pide a aquellos que no estuvieron de acuerdo que hagan una pausa y reflexionen. Yo le pido que haga usted lo mismo. Aquellos de nosotros que vivimos en Iraq experimentamos el dolor y la miseria que causaron sus políticas. Los funcionarios de las Naciones Unidas que estábamos sobre el terreno no fuimos “cautivados” por un régimen dictatorial; fuimos “cautivados” por el reto de enfrentarnos al sufrimiento humano creado por las políticas tremendamente erróneas de dos gobiernos -el suyo y el de Estados Unidos-, y por la falta de valentía de quienes en Oriente Próximo, Europa y en cualquier otro lugar podían haber cambiado el rumbo pero no lo hicieron. Los hechos están de nuestra parte, no de la suya.
He aquí algunos de esos hechos. Si a Hans Blix, entonces jefe de la Comisión de inspección de armamento de las Naciones Unidas, le hubieran concedido los tres meses adicionales que solicitó, vuestros planes se hubieran podido frustrar. Usted y George W. Bush temían que esto sucediera. Si ustedes hubieran respetado la legalidad internacional no habrían permitido, tras la Operación Zorro del Desierto en diciembre de 1998, que sus fuerzas lanzaran ataques desde las dos zonas de exclusión aérea. Llevados a cabo supuestamente para proteger a los kurdos iraquíes del norte y a los iraquíes chiíes del sur, esos ataques aéreos causaron muertes de civiles y destruyeron instalaciones no militares.
Sé que los informes que preparamos en Bagdad para documentar el daño que causaron esos ataques aéreos causaron mucho enfado en el ministerio de Asuntos Exteriores británico. En una conversación de pasillo que mantuve durante la conferencia del Partido Laborista de 2004 con Robin Cook, su ex ministro de Exteriores, éste me confirmó que, incluso en su gabinete, se habían producido serias dudas respecto a su punto de vista. La Resolución 688 de las Naciones Unidas se aprobó en 1991 para autorizar al Secretario General –y a nadie más– a salvaguardar los derechos de las personas y ayudar a aliviar sus necesidades. No autorizaba en absoluto las zonas de exclusión aérea. De hecho, el gobierno británico, al votar la Resolución 688, aceptó la obligación de respectar la soberanía y la integridad territorial de Iraq.
Fui un testigo diario de lo que usted y dos gobiernos estadounidenses pergeñaron para Iraq: un régimen de sanciones cruel e inflexible que castigaba a gente inocente. Sus funcionarios deberían haberle dicho que sus políticas se convirtieron en unos escasos 51 céntimos de dólar para financiar la vida diaria de una persona en Iraq. Usted mismo reconoce que el 60 por ciento de los iraquíes era totalmente dependiente de los bienes a los que se permitía la entrada en el país bajo el régimen de sanciones; sin embargo, no hace referencia en su libro a cómo los gobiernos británico y estadounidense bloquearon y retrasaron la entrada de grandes cantidades de productos necesarios para la supervivencia. A mediados de 2002, se impidió la entrada de productos por valor de más de 5.000 millones de dólares. Ningún otro país de los que formaban parte del Comité de sanciones a Iraq del Consejo de Seguridad de la ONU les apoyó en esta medida. Los archivos de las Naciones Unidas están llenos de pruebas de ello. He visto el sistema educativo, que antes era el orgullo de Iraq, completamente destruido, y la situación del sistema sanitario era igualmente desesperada. En 1999, no había más que un aparato de rayos X en todo el país que funcionara. Enfermedades que estaban completamente erradicadas volvieron a aparecer.
Se niega a reconocer que usted y sus políticas tuvieran algo que ver con esta crisis humanitaria. Incluso asegura que la tasa de mortalidad de niños menores de cinco años en Iraq, entonces entre las más altas del mundo, era responsabilidad exclusiva del gobierno iraquí. Le ruego que lea los informes del Unicef al respecto, así como los que Carol Bellamy, la estadounidense directora ejecutiva del Unicef en esa época, presentó ante el Consejo de Seguridad. Ninguno de los funcionarios de la ONU implicados en la crisis apoyará su afirmación de que Iraq “era libre de comprar tantos alimentos y medicinas” como el gobierno permitiera. Ojala que hubiera sido así. En julio de este año, durante la investigación iniciada por el gobierno británico y presidida por sir John Chilcot, un respetable diplomático que representaba al Reino Unido en el Comité de sanciones del Consejo de Seguridad mientras yo estaba en Bagdad declaró: “Los responsables y los ministros británicos eran plenamente conscientes de los efectos negativos de las sanciones, pero prefirieron culpar de ellos a la incapacidad del régimen de Sadam para implementar el programa de petróleo por alimentos”.
Nadie en su sano juicio defendería el historial de Sadam Huseín en materia de Derechos Humanos. Sus críticas palabras a este respecto están justificadas, pero usted sólo ofrece una parte de esta truculenta historia. Cita algunas descalificaciones de Max van der Stoel, ex ministro holandés de Asuntos Exteriores que fue relator especial de Naciones Unidas sobre Derechos Humanos en Iraq durante el tiempo en el que yo presté servicio en Bagdad. Pero, omite usted oportunamente tres datos pertinentes: van der Stoel no había estado en Iraq desde 1991 y se basaba en informaciones de segunda mano; su mandato de la ONU se limitaba a evaluar la situación relativa a los Derechos Humanos del gobierno iraquí y, por lo tanto, quedaban excluidas las violaciones debidas a otras razones como las sanciones económicas; y, en tercer lugar, su sucesor Andreas Mavrommatis, ex ministro de Asuntos Exteriores de Chipre, reconoció rápidamente el tendencioso mandato de las Naciones Unidas y amplió el alcance de su estudio para incluir las sanciones como un asunto fundamental relacionado con los Derechos Humanos. Se trata de una corrección muy importante.
En su libro no menciona usted a Celso Amorim, ministro brasileño de Asuntos Exteriores, que en los años de las sanciones a Iraq fue representante permanente de su país ante la ONU. ¿Se debe esto a que fue uno de los diplomáticos capaces de traspasar el muro de la desinformación y de buscar la verdad sobra las deplorables condiciones humanitarias en el Iraq de finales de la década de 1990? Amorim utilizó la oportunidad que le brindaba la presidencia del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas para pedir un análisis de la situación humanitaria. Su conclusión fue inequívoca: “Aunque no se puede culpar de todo el sufrimiento de Iraq a factores externos, especialmente a las sanciones, el pueblo iraquí no estaría sufriendo las actuales privaciones sin las prolongadas medidas impuestas por el Consejo de Seguridad y los efectos de la guerra.”
Hamsy Agam, representante de Malasia ante la ONU, observó con sarcasmo: “Qué irónico resulta que la misma política destinada a quitar a Iraq sus armas de destrucción masiva sea en sí misma un arma de destrucción masiva”.
El Secretario General de la ONU hizo también observaciones muy críticas sobre la situación humanitaria en Iraq. Cuando expresé mis propias preocupaciones en un artículo periodístico, Peter Hain, ministro de gobierno británico, repitió lo que el mundo estaba acostumbrado a escuchar desde Londres y Washington: todo es culpa de Sadam. Hain fue un leal aliado suyo. Él y otros miembros de su gobierno me tacharon de subjetivo, de extralimitarme en mis funciones, de no ceñirme a mis tareas, etc. En palabras de James Rubin, entonces portavoz del Departamento de Estado estadounidense: “¡A ese tipo de Bagdad se le paga para que trabaje, no para que hable!
A Denis Halliday, mi antecesor en Bagdad, y a mí nos prohibieron repetidamente testificar ante el Consejo de Seguridad de la ONU. En una ocasión, los gobiernos de Estados Unidos y Reino Unido, en una carta conjunta dirigida al Secretario General insistieron en que nosotros no teníamos suficiente experiencia respecto a las sanciones y que por lo tanto, no podríamos aportar mucho al debate. Le atemorizaban los hechos.
Vivimos una época peligrosa que usted ha contribuido a dar forma. La arquitectura de la seguridad internacional está gravemente debilitada, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas es incapaz de resolver las crisis de forma pacífica y hay una tremenda doble moral en el debate respecto a la dirección que lleva nuestro mundo. Un ex primer ministro británico –“gran protagonista, líder mundial, no sólo dirigente nacional” como usted se describe a sí mismo en su libro– debería tener poco tiempo para hacer publicidad de su “viaje” en un tour promocional en Estados Unidos. Pero usted no lo consideró así. Vi ese espectáculo, y no cabe duda de que fue llamativo. Vi que se sentía claramente incómodo. Nada de lo que usted y Bush, su compañero de armas, habían planeado para Iraq se había cumplido, con la única excepción del derrocamiento de Sadam Husein. Y en ese punto, usted optó por señalar a Irán como el nuevo peligro.
Le guste o no, la legalidad de su “viaje” a Iraq, orientado por una brújula hecha a medida, incluye el sacrificio de las Naciones Unidas y de las negociaciones en el altar de una interesada alianza con el gobierno de Bush. En su libro, admite que “se cometieron algunos errores, aquí y allá”. En un punto, asegura: “Los servicios de inteligencia se equivocaron y deberíamos haber pedido disculpas por ello; yo lo he hecho.” Uno de los puntos esenciales de su argumentación para invadir Iraq lo trata casi como una nota a pie de página. Su rechazo a enfrentarse a los hechos en su totalidad es la razón por la cual la “gente de buena voluntad” sigue tan consternada y continúa exigiendo responsabilidades.
(1) Ha sido publicada en el Reino Unido la autobiografía de Tony Blair con el título de A journey (Un viaje). (N. t.)
Hans von Sponeck fue asesor del Secretario General de las Naciones Unidas y Coordinador de la Ayuda Humanitaria para Iraq desde 1998 hasta su dimisión, en marzo de 2000, en protesta por el régimen de sanciones contra este país.
Paloma Valverde es traductora y miembro de la Campaña Estatal contra la Ocupación y por la Soberanía de Iraq (CEOSI, www.iraqsolidaridad.org)
S. Seguí es miembro de Rebelión y de Tlaxcala, red de traductores por la diversidad lingüística.
Fuente: http://www.newstatesman.com/middle-east/2010/09/iraq-humanitarian-sanctions



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