Acá la tienen
- Última actualización en 13 Septiembre 2013- Brecha
- Escrito por: Esteban Kreimerman
Esta reacción quizás sea comprensible desde la institución que debe controlar a los soldados, pero los demás estaríamos pecando de una candidez inexcusable si creyéramos el argumento del caso aislado.
No nos engañemos: independientemente de sus fines jurídicos o sus buenas intenciones, lo que hay en Haití y el Congo son ejércitos de ocupación, grupos de hombres (y mujeres) armados y organizados por un Estado, que controlan un determinado territorio ajeno a ese Estado. Y las ocupaciones nunca fueron amables para las poblaciones de los territorios ocupados, que en todo tiempo y lugar han sido sometidas a toda clase de vejámenes y maltratos. La situación es ideal para que, incluso en su versión más bienintencionada, la ocupación genere una relación muy perversa entre protegidos y protectores: para funcionar, aquéllos deben aparecer absolutamente desprotegidos sin (y por lo tanto ante) éstos. En una situación de tal asimetría de poder, los abusos –antes que representar casos aislados o excesos no representativos– son hechos absolutamente esperables y fácilmente comprensibles.
Si la cosa no debiera sorprendernos en Haití o el Congo, tampoco debiera hacerlo cuando ocurre en el centro de Montevideo. ¿Cuál es la diferencia entre los abusos sexuales a un joven haitiano y los plantones a un joven montevideano? ¿Por qué es distinto el sexo entre soldados y menores de edad, de los golpes que un policía le da a un adolescente apoyado contra una furgoneta? Más allá de las –obvias– diferencias, ¿no estamos en última instancia ante el hecho irreductible del abuso de poder?
Podría objetarse que no hay en Uruguay un ejército de ocupación. No hay aquí una fuerza armada controlando un territorio con el fin de proteger a una población inocente de la amenaza irrefrenable de unas hordas salvajes con las que no hay negociación posible. Y sin embargo, eso es exactamente lo que hay –al menos para esa entelequia que podemos llamar “discurso de la seguridad”–. Recordemos aquella campaña publicitaria del Ministerio del Interior, lanzada en 2011, que pretendía ir contra la estigmatización de ciertos barrios poco antes estigmatizados por el propio ministerio con unas muy publicitadas campañas cuasi-militares de ocupación. En el póster, una policía con cara de simpática nos decía: “En el Marconi hay mucha gente que marca tarjeta. Yo los defiendo”. Ahora bien, reparemos en la lógica que se nos propone. Tenemos precisamente el territorio, la población amenazada, los salvajes en este caso innombrados, y la bienintencionada fuerza defensora. Si en esa fórmula de más arriba sustituimos “territorio” por “Marconi”, “población inocente” por “trabajadores”, “hordas salvajes” por “delincuentes” (o quizás “menores infractores” o “narcotraficantes”, tanto da), y “fuerza armada” por “policía nacional”, funciona exactamente igual de bien que si pusiéramos “Congo”, “población civil”, “grupos armados” y “cascos azules”.
La lógica que parece regir al Ministerio del Interior y a la Policía resulta ser la misma que la que rige una intervención militar, y por eso no debería sorprendernos que los abusos y las arbitrariedades estén a la orden del día. Quizás los policías y los soldados que cometen los abusos sean efectivamente unos pocos locos sueltos, pero son unos locos sueltos puestos en una posición de asimetría radical de poder respecto de otras personas. Más aun, da fuertemente la impresión de que este discurso no solamente existe en las cabezas de esas instituciones: la seguridad es, desde hace un buen tiempo, la principal preocupación de los uruguayos según las mediciones de opinión pública. Cierta percepción de los policías como héroes sólo puede entenderse tomando nota de este discurso: los héroes guerreros sólo existen en las guerras.
Mientras este discurso funcionara tan sólo en unas pocas cabezas quizás estuviéramos a salvo de él. Quizás sus expresiones fueran pocas, fácilmente controlables. Pero él lleva en sí su propia victoria, que se vuelve prácticamente inevitable cuando se torna hegemónico. En una entrevista publicada en Brecha el 6 de setiembre de 2013, el ministro del Interior, Eduardo Bonomi, le dijo a la periodista Eliana Gilet que “hay dos formas en una marcha de estas características (potencialmente violenta), o se espera a que se dé el problema y después se actúa sobre el problema, pero ya no se actúa sobre los que lo crearon sino sobre todos los que están alrededor, o se trata de evitar que se dé el problema. Evidentemente esa es la forma más efectiva”. Y evidentemente Bonomi tiene razón. Pero obsérvese que el ministro acaba de cambiar por completo los parámetros de la intervención policial. Acaba de cambiar el objeto de la represión: del “delito”, se pasó al “peligroso”. Ya no se va contra lo que alguien hizo, sino contra lo que alguien es.
La operación fundamental de la seguridad es tomar eventos y convertirlos en riesgos: calcular su frecuencia, sus probabilidades de ocurrencia, sus impactos y costos posibles, y tomar las prevenciones y usar los remedios óptimos. El objetivo de la seguridad es estar prevenido contra todo riesgo, y eso es obviamente imposible: siempre habrá algo que escapará a todos los aparatos de seguridad que tengamos montados. Por lo tanto, la lógica de estos aparatos es la de la multiplicación infinita: mientras las cosas estén planteadas en términos de seguridad, esos aparatos no harán sino crecer, haciendo que esas lógicas dejen de funcionar sólo en unas pocas cabezas y pasen a regir efectivamente a la sociedad.
El discurso de la seguridad es el responsable directo de estos abusos que no paran de repetirse, y no una víctima engañada en su buena fe. Su propia dinámica interna tiende a multiplicar sus aparatos, y a reforzar la posición de subordinación de la población supuestamente defendida. Esto se da en el ámbito policial, pero éste no es el único campo de expresión de este discurso: la misma lógica rige, por ejemplo, el campo médico, o el económico. En todos ellos tendemos a delegar nuestra soberanía en manos de un grupo de expertos bienintencionados que vendrá a salvarnos de lo que nos amenaza. El caso policial tiene la particularidad, nada desdeñable, de que los expertos están armados.
Por eso quienes nos oponemos al aumento de las penas, a la baja de la edad de imputabilidad, al acrecentamiento de las capacidades vigilantes y represivas del Estado, no deberíamos dejar pasar esta oportunidad. Cada vez que un defensor de estas medidas abra la boca nosotros deberíamos recordarle que es eso que él defiende lo que genera estos abusos y esta violencia. Cada vez que uno de ellos hable nosotros deberíamos responderle: ¿querían seguridad? Acá la tienen.
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